HAY FESTIVAL 2020

'Los testamentos', un fragmento de la novela de Margaret Atwood

Un régimen teocrático se mantiene en pie, pero después de mucho tiempo empieza a mostrar signos de descomposición.

Margaret Atwood
20 de enero de 2020
La serie 'El cuento de la criada', basada en la emblemática novela de Margaret Atwood, fue filmada en el National Mall de Washington en febrero de este año. 'Los testamentos' es la secuela de dicha novela.

Dicen que tendré la cicatriz para siempre, pero estoy casi recuperada; o sea que sí, me siento con fuerzas para que hagamos esto ahora. Me habéis dicho que querríais que os contara cómo me metí en toda esta historia, así que voy a intentarlo, aunque no sé muy bien por dónde empezar…

Retrocederé hasta justo antes de mi cumpleaños, o la fecha que antes creía que era la de mi cumpleaños. Neil y Melanie me mintieron en eso: fue por una buena razón y con las mejores intenciones, pero cuando lo supe me enfadé mucho con ellos. Seguir enfadada no tenía sentido, desde luego, porque cuando me enteré ya estaban muertos. Puedes enfadarte con los muertos, pero nunca vas a poder hablar de lo que hicieron, o solo vas a ver una cara del asunto. Y me siento culpable, además de enfadada, porque los mataron, y en ese momento creí que su muerte era culpa mía.

Supuestamente iba a cumplir dieciséis. Lo que más ilusión me hacía era el permiso de conducir. Creía que era mayorcita para una fiesta de cumpleaños, aunque Melanie siempre me traía un pastel con helado y cantaba “Daisy, Daisy, give me your answer true…”, una vieja canción que de niña me encantaba y a esa edad empezaba a darme vergüenza. Hubo pastel, más tarde –tarta de chocolate y helado de vainilla, mis favoritos–, pero ya no pude comérmelo. Melanie ya no estaba.

Ese cumpleaños fue el día en que descubrí que yo era un fraude. O no un fraude, quizá, como un mal mago: una farsa, como una antigüedad falsificada. Era una imitación, hecha a propósito. Era muy joven en ese momento, aunque se diría que apenas ha pasado un segundo, pero ahora no soy tan joven. Qué poco tiempo se necesita para cambiar una cara: tallarla como si fuese de madera, endurecerla. Se acabó ver el mundo con mirada soñadora, maravillada. 

Me he vuelto más sagaz, más atenta. Me he moderado. 

Neil y Melanie eran mis padres. Tenían una tienda que se llamaba El Sabueso de la Ropa, donde básicamente vendían ropa usada: Melanie prefería decir “rescatada”, porque alguien la había deseado antes, y según ella “usada” significaba “explotada”. El rótulo de la fachada mostraba un caniche rosa sonriente, con una falda de tul, un lazo rosa en la cabeza y una bolsa de la compra. Debajo se leía un eslogan en letra ligada y entre exclamaciones: ¡nunca lo dirías! Con eso se insinuaba que la ropa estaba en tan buen estado que nunca habrías dicho que fuese usada, pero no era verdad, porque la mayor parte estaba hecha una pena.

Melanie decía que había heredado el negocio de su abuela. También decía que sabía que el rótulo estaba pasado de moda, pero la gente estaba acostumbrada a verlo y sería una falta de respeto cambiarlo a esas alturas.

Nuestra tienda estaba en el barrio de Queen West, en un tramo de varias manzanas que antes eran todas iguales, decía Melanie: telas, mercerías y talleres de pasamanería, ropa blanca a buen precio, bazares. Pero ahora se estaba poniendo por las nubes: abrían cafeterías de comercio justo y productos orgánicos, almacenes de saldos de grandes marcas, boutiques de ropa de marca. En respuesta, Melanie colgó un cartel en el escaparate: arte de quita y pon. Pero, dentro, el local estaba atestado de toda clase de ropa que jamás describirías como “arte”. Había un rincón que quizá fuese un poco más de diseño, aunque de entrada no encontrabas prendas caras en El Sabueso de la Ropa. Por lo demás, había de todo. Y entraba y salía todo tipo de gente: joven, vieja, en busca de gangas o hallazgos, o simplemente a mirar. O a vender: incluso la gente de la calle intentaba ganarse unos dólares por camisetas que habían sacado de mercados de pulgas.

Melanie trabajaba en la planta principal. Se ponía colores vivos, como naranja o rosa fucsia, porque decía que creaba un ambiente positivo y lleno de energía, y de todos modos en el fondo tenía un alma gitana. Siempre estaba animada y sonriente, aunque atenta a los mangantes. Después de cerrar, clasificaba las prendas en distintas cajas: esta para la caridad, esta para trapos, esta para Arte de Quita y Pon. Mientras hacía la selección, tarareaba melodías de musicales antiguos, de hace mucho tiempo. “Oh what a beautiful morning” era uno de sus favoritos, y “When you walk through a storm”. A mí me irritaba que cantara, y ahora me arrepiento.

A veces se sentía desbordada: había demasiada ropa, era como el océano, olas de tela que llegaban y amenazaban con ahogarla. ¡Cachemira! ¿Quién iba a comprar cachemira de hacía treinta años? No ganaba con la edad, decía, al contrario que ella.

Neil tenía una barba medio canosa y no siempre cuidada, y en cambio no le quedaba mucho pelo. No parecía un empresario, pero se encargaba de llevar “los números”: las facturas, la contabilidad, los impuestos. Su despacho estaba en la segunda planta, subiendo un tramo de escalera con los peldaños revestidos de goma. Había un ordenador, un archivador y una caja fuerte, pero por lo demás ese cuarto no se parecía mucho a un despacho: estaba tan atestado y revuelto como la tienda, porque a Neil le gustaba coleccionar cosas. Cajas musicales de cuerda, por ejemplo, tenía unas cuantas. Relojes, un montón de relojes de distintos tipos. Viejas calculadoras mecánicas a manivela. Juguetes de plástico que andaban o saltaban por el suelo, como osos y ranas y dentaduras postizas. Un proyector para las diapositivas coloreadas que ya nadie tenía. Cámaras: le gustaban las cámaras antiguas. Algunas hacían mejores fotografías que cualquier virguería de las que se usan hoy, decía. Tenía un estante entero sin nada más que cámaras.

Una vez se dejó abierta la caja fuerte y eché una ojeada. En lugar de los fajos de billetes que esperaba ver, dentro no había nada más que un pequeño objeto de metal y vidrio, que pensé que era un juguete más, como las dentaduras saltarinas. Pero no vi por dónde darle cuerda, y sentía reparo ante la idea de tocarlo porque era antiguo.

—¿Puedo jugar con eso? —le pregunté a Neil.

—¿Con qué?

—¿Con ese juguete de la caja fuerte?

—Hoy no —dijo, sonriendo—. A lo mejor cuando seas más mayor.

Entonces cerró la puerta de la caja, y me olvidé del extraño juguete hasta que llegó el momento de recordarlo, y de entender lo que era.

Neil intentaba arreglar los aparatos, aunque a menudo no lo lograba porque no conseguía las piezas. Luego se quedaban ahí, “acumulando polvo”, decía Melanie. Neil no soportaba tirar nada a la basura.

En las paredes tenía algunos viejos pasquines: calla y gana la batalla, de una guerra de hacía mucho tiempo; una mujer con mono de faena y sacando bíceps para demostrar que las mujeres podían fabricar bombas, en otro cartel de aquella misma guerra de antaño; y uno rojo y negro donde aparecían un hombre y una bandera que, según decía Neil, era la de Rusia antes de ser Rusia. Eran carteles heredados de su bisabuelo, que había vivido en Winnipeg. Yo no sabía nada sobre Winnipeg, excepto que allí hacía frío.

De niña me encantaba El Sabueso de la Ropa, era una cueva llena de tesoros. No me dejaban quedarme sola en el despacho de Neil porque podía “enredar” con las cosas, y entonces podía romperlas. Pero me dejaban jugar con los juguetes de cuerda y las cajas de música y las calculadoras, bajo supervisión. Con las cámaras, no, en cambio, porque eran demasiado valiosas, decía Neil, y de todos modos no tenían película, así que ¿para qué?

No vivíamos en el piso de encima de la tienda. Nuestra casa estaba lejos, en uno de los barrios residenciales donde quedaban algunas casitas antiguas de una sola planta, y también otras más nuevas y grandes, que se habían construido en el lugar que habían ocupado las viejas casitas derribadas. La nuestra no era una de esas últimas –tenía dos plantas, con los dormitorios arriba–, pero tampoco era una casa nueva: solo una construcción anodina de ladrillo ocre, sin nada que llamara la atención. Ahora que lo pienso, supongo que esa era la idea.

*Este fragmento surge del capítulo “Transcripción del testimonio de la testigo 369B” de la novela Los testamentos (Salamandra, 2019).

Distopías liberadoras

Foto: Rodrigo Ruiz Ciancia

Hace unos meses, Los testamentos, la nueva distopía de Margaret Atwood (Ottawa, 79 años), salió a la luz con un tiraje de medio millón de ejemplares y una presentación en el National Theatre de Londres, retransmitida en más de mil salas de cine en el mundo. El despliegue se debía a que 34 años después de publicar su novela más emblemática, El cuento de la criada (1985), la canadiense presentaba su continuación, galardonada este año con el Premio Booker. 

Atwood ha escrito más de 40 libros, publicados en 35 países, y ganó en 2008 el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Su universo literario ha estado atravesado por los cuentos populares, pero ha buscado desligarse de los rígidos roles de género y los patrones sexistas presentes en algunas de estas narraciones. Usando la ironía, ha mostrado que las semillas liberadoras también pueden estar plantadas en la cultura popular, de la que ella misma ha comenzado a formar parte gracias a las series de televisión sobre sus libros El cuento de la criada y Alias Grace (1996). 

La obra de Atwood está poblada de visiones futuristas escabrosas: un régimen fascista, so pretexto de combatir el terrorismo, calla periodistas y convierte a las mujeres en máquinas reproductoras de niños; una granja alimenta pollos sin cabeza mediante tubos para reducir sus niveles de ansiedad y aumentar la producción de carne. La escritora advierte así hacia dónde avanzan las sociedades consumistas, presas del individualismo. Su obra, además, explora las formas en que el lenguaje y el arte deconstruyen las visiones totalitarias en la cultura, por lo cual es material académico desde las teorías poscolonial, posmodernista y feminista. 

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EN EL HAY FESTIVAL: Atwood estará el 31 de enero (12-1 p.m.) en el Centro de Convenciones de Cartagena para conversar con Peter Florence, director del Hay Festival. Al día siguiente, en ese mismo recinto (5-6 p.m.) charlará con el escritor y traductor argentino Alberto Manguel.