Las marionetas de Jaime Manzur

¿El final de la función?

Uno de los mayores legados culturales del país corre el riesgo de desaparecer: las marionetas de Jaime Manzur. Es urgente que el mundo de la cultura se una para preservar una herencia fundamental.

Christopher Tibble* Bogotá
19 de noviembre de 2014
El maestro Jaime Manzur. Foto: Marcela Riomalo.



La casa de la Fundación Jaime Manzur parece extraviada. Su andén, de piedra pulida, dista de las resquebrajadas aceras de la clínica odontopediátrica y las tiendas de dentistería que ocupan el resto de la calle. Su fachada roja, recién pintada, no exhibe los grafitis de los demás inmuebles y recuerda la época cuando Chapinero aún era un barrio residencial. Hoy varios moteles, como Los Faroles, Amarte Suite y Los Alpes, cercan la casona que parece resistirse al paso del tiempo. Junto a la puerta hay una placa que reza: “Zona de teatro”.

“Vamos a asustar a las marionetas que no saben que ustedes están acá”, dice Francisco Piedrahíta, subdirector de la fundación y amigo íntimo de Manzur, a los niños del colegio Ciudad de Bogotá. Son las dos de la tarde de un martes cualquiera. Los estudiantes corean sus palabras y observan impacientes el escenario. El teatro, a medio llenar, tiene cien asientos de cuero rojo. Su decoración es barroca, desde las columnas y los candelabros hasta los angelitos de yeso hechos por el maestro y las paredes color rosado pastel. Juanito y los fríjoles mágicos, la obra del mes, está a punto de empezar. 

Detrás de la tarima, Jaime Manzur, hombre de baja estatura y algo fornido, se sienta en una butaca negra frente al tablero de luces. Viste, a sus 77 años, una sudadera Adidas y tenis para correr. De vez en cuando sorbe de su taza de tinto y ojea entre las cortinas a los niños de la primera fila. “Ya los conozco tanto que sin verlos sé si gritan por temor o por histeria”, dice. A Manzur no se le nota la edad. Tiene el pelo teñido y a menudo sonríe y suelta una carcajada.

A su lado, en una especie de andamio llamado puente, Germán Durán, de 50 años, Germán Acosta, de 29, y Juan Tabares, de 19, se posicionan para manipular los hilos de cáñamo negro que les dan vida a los muñecos. Su entrenamiento, de la mano de Manzur, ha sido estricto. Para adquirir la destreza necesitaron tres años de práctica. Para montajes más complejos, como los de ballet, en los que algunos títeres requieren de seis manos, el adiestramiento puede tardar hasta una década. Piedrahíta, mientras tanto, se encarga de prender la música, y las voces, grabadas hace años por ellos mismos y por algunos actores de radio, comienzan a rodar.

Manzur se percata de un pequeño haz de luz que se asoma por una puerta falsa en la azotea. Industrioso, teme que los niños la noten y decide subir. Pero Piedrahíta, con voz firme, lo reprende y le pide que no se mueva, pues hace poco se lesionó una pierna y le duele caminar. Terco, mientras los dos titiriteros más jóvenes descienden como bomberos sobre la tarima para acomodar el decorado, sube a cerrar la puerta. “Desde pequeño he sido inquieto”, asegura entre risas.

Cuando se abre el telón, los niños –y los adultos– son transportados a un mundo inmaculado, diminuto, extrañamente humano, resultado de la curiosidad y el perfeccionismo de un hombre que le ha dedicado su vida al arte. Todo, o casi todo, ha sido hecho por Manzur: los 4.000 vestidos bordados con lentejuelas, cristales, perlas, los 800 títeres de papel maché, su maquillaje y peinados, los decorados, la escenografía y el sinfín de objetos miniatura. “Que yo sepa, en América Latina no hay nadie como él. Cada elemento es de una calidad increíble. Solo en Salzburgo se puede ver algo así. Pero para ir a ver las marionetas allá, se necesita comprar la boleta con seis meses de anticipación”, asegura Concha de la Casa, directora del Centro de Documentación de Títeres de Bilbao, en el libro Jaime Manzur: Premio Vida y Obra 2012, publicado este mes.

Ese galardón, otorgado por la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte, no solo reconoce el trabajo del maestro con las marionetas, sino toda “su labor como bailarín, marionetista, director artístico y escénico de teatro, ópera y zarzuela, escenógrafo, diseñador de vestuario, historiador del vestido y del mueble, pintor, escultor y pedagogo”. A pesar del premio, que tiene como uno de sus objetivos divulgar y difundir la obra del ganador, desde entonces la situación del maestro ha tomado un giro para mal. En 2013, un jurado externo seleccionado por el Ministerio de Cultura no aprobó su inclusión en el programa Salas Concertadas, que apoya con infraestructura y dinero a ciertos teatros pequeños, por no cumplir con los parámetros técnicos y de seguridad. Y este año pasó lo mismo.

“El jurado recibió 144 propuestas y se les entregaron recursos a 112. Lamentablemente, el teatro de Manzur no pasó porque no cumplió con los requisitos, entre los cuales están la programación, medidas de sostenibilidad y cuadros de mejoramientos”, asegura Hanna Cuenca, coordinadora de Teatro y Circo del Ministerio de Cultura. El teatro del maestro obtuvo 69 puntos de 70. “Lo vemos con tristeza. En verdad no lo entendemos. Corremos un riesgo grande, pero lo vamos a asumir”, sostiene Piedrahíta.

Ciro Gómez, titiritero y director de la asociación cultural Hilos Mágicos, también lamenta la situación: “Todos los que trabajamos en el teatro hemos peleado mucho ese programa. El Ministerio debería tener un reconocimiento a las salas que tienen más de 20 años para que no se tengan que presentar anualmente. El trabajo de Jaime es parte de nuestro patrimonio cultural”. La fundación de Manzur lleva abierta 33 años, pero su labor en el país se remonta a más de seis décadas, desde que llegó de adolescente en barco procedente del África, donde nació y pasó su infancia. “Colombia era apenas un país muy lindo en el sueño de mi mamá”, recuerda.

Su padre, Salomón Manzur, nacido en Beino-Akkar, Líbano, conoció a su madre, Cecilia Londoño, a finales de los años veinte durante un viaje que emprendió por América Latina para visitar a unos tíos que comerciaban perfumes. Poco después se casó con ella y se instalaron en el municipio de Neira, Caldas, donde nacieron sus primeros dos hijos, David, el famoso pintor, y Sara, monja por dos décadas. En 1935, motivada por la recesión económica y el anhelo de pasar unos años en tierras libanesas, la familia dejó Colombia. Pero la Guerra Civil Española truncó su viaje y terminaron en Guinea Española, hoy conocida como Guinea Ecuatorial, antiguo puerto de esclavos en la costa occidental del África, donde vivían algunos familiares.

Fue ahí donde creció Manzur, entre el continente, la isla Fernando Poo y las islas Canarias. Fue también ahí donde consiguió su primer teatrino de cartón, estilo victoriano, que venía con El mercader de Venecia, de William Shakespeare. Desde muy pequeño estuvo expuesto a la cultura gracias a su madre, quien cada noche le entrelazaba las fábulas de Hans Cristian Andersen y los Hermanos Grimm con las historias de figuras como María Antonieta y Simón Bolívar. Doña Cecilia también le ayudó a crear sus primeros títeres con cáscaras de huevo y lo llevaba, junto a sus hermanos, a ver zarzuelas y óperas. Su niñez transcurrió en medio de las actividades lúdicas de su madre, los ecos de la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial y una serie de eventos extraordinarios, como cuando a los ocho meses Mulata, el chimpancé de la casa, lo secuestró por varias horas en la copa de una palma.

A excepción de Salomón, que se quedó un año más en África liquidando sus negocios, la familia regresó a Colombia en 1948. Jaime tenía 11 años y ya había leído y recreado en su teatrino las obras de Lope de Vega, Calderón de la Barca, Shakespeare y Molière. Pronto su precocidad empezó a dar frutos. En una década creó la Compañía de Ballet de Armenia, la Fundación de Ballet de esa misma ciudad, se convirtió en bailarín del Ballet Nacional de Medellín y en 1955, a los 18 años, fue reconocido como la primera figura del Ballet Clásico Nacional. Incansable, en esas empresas no solo bailaba, sino que diseñaba, decoraba, fabricaba y realizaba coreografías. Más adelante se establecería como un importante director de ópera y zarzuela y como profesor de colegio. Hoy calcula que ha tenido alrededor de 25.000 estudiantes.

Se puede decir que su temprana y extensa formación en las artes lo preparó para su eventual consagración en el mundo de las marionetas, una práctica que a primera vista parece simple, pero de cerca revela toda su complejidad. El espectáculo reúne más disciplinas que cualquier otra expresión cultural: pintura, escultura, peluquería, maquillaje, actuación, danza, moda, literatura e iluminación. Si bien de niño Manzur estaba encaminado en esa dirección, un evento específico consolidó su interés. En 1950 llegó a Armenia el Teatro dei Piccoli, la compañía de marionetas más grande del mundo. Manzur recuerda la caravana de furgones y la calidad de la puesta en escena. Tras una de las funciones, Vittorio Podrecca, fundador y director de la tropa, le regaló dos marionetas al notar su entusiasmo. “Una era veneciana y la otra de estilo Pierrot. Todavía las tengo acá. Antes las usaba, pero ahora están en una de las vitrinas”, dice.

Ese tipo de reliquias abundan en la Fundación Jaime Manzur que, por momentos, parece más un museo que un teatro. En el segundo piso hay baúles enteros con recortes de prensa y en la entrada uno encuentra escaparates colmados de regalos, premios y muñecos. También está enmarcada en el muro de la cafetería la lista de donantes, encabezada por Belisario Betancur y Gloria Zea, que en 1981 contribuyeron a los primeros pasos del establecimiento. Piedrahíta recuerda que sin la generosidad de sus benefactores no hubieran podido crear la fundación. En gran medida porque el teatro de títeres nunca ha sido valorado en el país.

Cuando Manzur ganó en 1976 el primer puesto en el Festival Mundial de Marionetas, celebrado en Connecticut, la reacción del público fue nula. “El grupo se imaginó que cuando llegaran al aeropuerto de Bogotá habría gente para recibirlos y elogiarlos por el triunfo, pero no había nadie. Excepto los hombres de la aduana, que querían quitarle los equipos de luz que habían recibido por el premio”, escribe la investigadora teatral Sandra Camacho en el libro Jaime Manzur: Vida y Obra 2012. En otra ocasión, una señora que nadie quiso nombrar mandó quemar hacia el final de los sesenta la invaluable colección de 3.000 marionetas que hacían parte del Teatro Cultural del Parque Nacional.

A esto se le adiciona que en Colombia, a diferencia de muchos países, los títeres son considerados una actividad solo para niños. Pero eso no ha impedido que en Bogotá haya varios grupos de titiriteros como Hilos Mágicos, La Libélula Dorada y el Teatro de Marionetas del ya fallecido Ernesto Aronna, pionero y amigo cercano de Manzur.

Manzur confiesa que sueña con mudarse a una mejor zona. Habla de una casa al lado del Gimnasio Moderno. Pero dice que no tiene el dinero y que está cansado de esperar a que se cumplan las promesas que los gobiernos le han hecho. De todas formas, se siente tranquilo. “En París a la gente no le importa estar al lado del Moulin Rouge, es parte de la cultura. A mí me pasa igual, no me molesta para nada”. En más de una ocasión Manzur se ha cuestionado el camino que eligió, pero jamás ha pensado abandonarlo. “Mientras yo pueda, estaré acá animando a los niños”. De repente, alza los brazos. “Mira mis manos. Las tengo hinchadas. La doctora dice que mi problema es que las he usado mucho. Me duelen, pero yo soy muy ambicioso y no me las voy a operar. Al fin de cuentas, esto no lo hago por nadie, sino por mí”.

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