Nueve intelectuales responden
Los intelectuales y Dios
Arcadia le preguntó a nueve importantes intelectuales y escritores del país si no sienten una pizca de desdén intelectual cuando descubren que su interlocutor es creyente. Esto es lo que respondieron.
Ángela Uribe Botero
Doctora en Filosofía, investigadora y profesora de la Universidad Nacional de Colombia.
En principio, no. Solamente el hecho de que quien habla conmigo crea en Dios no me parece, en sí mismo, perturbador. Lo que puede resultar un obstáculo para que la conversación continúe es su insistencia, o, debo decirlo, la mía, en convertir nuestras creencias en lo único que está en juego en la conversación. En esas condiciones, la figura del interlocutor tiende a desaparecer; es decir, la relación entre los que hablan pasa a configurarse, más bien, como una relación entre dos que prueban fuerzas. “Gana”, entonces, quien consigue imponer sobre el otro aquello a lo cual se aferra y que, para llamarlo de algún modo, designa como sus “creencias”. En este tipo de torneos lo que normalmente ocurre es que nadie gana realmente; los dos terminan perdiendo.
Roberto Palacio
Filósofo, profesor universitario y escritor.
Cómo me gustaría haber llegado a ese momento en mi vida —mi esposa me lo reprocha con desdén— en el que pueda, como quien dice, pelar la cáscara negra de mis semejantes y dejar la pulpa. Pero no puedo, cuando alguien deja caer la Biblia o a Dios o me saluda con una bendición, la conversación toma otro sabor y ya no puedo hacer eso que disfruto con el recién conocido: incluirlo en una suerte de hermandad cómplice. La charla se acaba del todo cuando siento que se me intenta evangelizar: yo no he intentado jamás “convertir” a nadie al ateísmo, simplemente porque no hay nada a lo cual convertir y porque deploro al converso. ¿Por qué todo cambia? Me imagino que los prejuicios juegan un papel preponderante. El mío es este: las creencias no son islas; quien cree en un misterio de base tiene al fin y al cabo todo resuelto y todo dilema real se vuelve una especie de ingeniería para saber si un tema o un acto se adecúan a una doctrina o a un pasaje bíblico. El creyente hace algo que entiendo como contrario a indagar: su estructura de sentido es la creencia, ve creencia en todas partes. Quien no cree encuentra y elabora el sentido en otras modalidades de pensamiento y sensibilidad porque sabe que lo único con lo que cuenta es con sus semejantes y está en este mundo.
Alexis de Greiff A.
Sociólogo e historiador de la ciencia. Centro de Estudios Sociales de la Universidad Nacional de Colombia.
Cuando estudié física aprendí que ciencia y religión eran enemigas y que la ciencia también tenía mártires. En el adoctrinamiento intelectual para volverse científico, me mostraron una Iglesia ignorante y dogmática y un Galileo “moderno”, bueno y, sobre todo, víctima. También aprendí que la Iglesia no estaba cerca al poder, sino que era el poder. Los físicos de izquierda teníamos que ser agnósticos o ateos. Así los creyentes se volvieron individuos sospechosos: brutos, “fachos”, o las dos. El oficio de historiador de la ciencia y la tecnología me pobló la paleta de colores. Apareció un Galileo devoto católico y una ciencia que había nacido en el seno de las prácticas religiosas: para Newton un mundo sin Dios no habría tenido sentido estudiarlo. La física solo servía para leer la mente de Dios. Los científicos ateos son una invención reciente. Por otro lado, mi generación lloró a monseñor Romero. Sigo pensando que la Iglesia Católica es retrógrada y temible, pero también que los creyentes pueden ser magníficos interlocutores y amigos a pesar de la institución que los dice representar.
Héctor Abad Faciolince
Escritor y columnista de El Espectador.
Tendencias
Uno puede sentir algo de desdén intelectual por alguien que cree en los ovnis. La idea de Dios, en cambio, es más refinada y ha ejercido gran fascinación en algunas de las mentes más portentosas de la humanidad, desde Platón, hasta llegar a Aquino, Newton y Pascal. Sentir desdén por ellos es un poco difícil. En mi caso particular, si despreciara a quienes creen en Dios tendría que empezar por despreciar a mi madre, a mis hermanas y a mi mujer. También me resulta difícil desdeñarlas a ellas. Los ateos somos una minoría y más bien hemos sido nosotros quienes nos hemos tenido que enfrentar al desdén de los creyentes. En general, los creyentes se consideran mejores que los ateos. Piensan que Dios los prefiere por el solo hecho de que creen en él. Siendo la idea de Dios una cosa tan grande, creer que Él los prefiere por venerarlo me parece digno de monarcas vanidosos, y no de un Dios bondadoso. Lo que sí siento es un gran repudio intelectual por los fanáticos, los cuales no me inspiran desdén, sino miedo. Cuando una persona poderosa intenta imponer sus creencias religiosas a todos los ciudadanos, lo que me evoca es el odio por la libertad de los regímenes teocráticos totalitarios.
Tatiana Acevedo
Antropóloga y columnista de El Espectador.
Tenía siete años cuando un cura me regañó públicamente por
no comulgar lo suficientemente rápido. “¡Abra la boca, niña estúpida!” me gritó, y minutos después, mientras masticaba la hostia arrodillada frente a Jesucristo, pensé que no debía volver a confiar en la Iglesia. Once años en un colegio “orientado” por el Opus Dei reafirmaron mi credo. E igual, a través de todo este tiempo rodeada de creyentes aprendí lo obvio: que las generalizaciones son aburridas, la vida te da sorpresas y la gente tiene matices, contradicciones, secretos, tics. Que algo va de monseñor Builes a Camilo Torres, de Escrivá de Balaguer a José María Arizmendiarrieta. Que se puede creer en Dios sin perder necesariamente la curiosidad, el entusiasmo por hacer preguntas. No siento ningún desdén intelectual cuando me entero de que mi interlocutor cree en Dios, como tampoco me preparo para oír la verdad de parte de los ateos.
Ricardo Silva Romero
Escritor y columnista de El Tiempo.
No. Porque yo creo en todo “por si acaso”. Siempre que alguien recuerda que el físico Niels Bohr tenía una herradura colgada en la puerta “pues me han dicho que dan suerte incluso a los que no creen en ellas”, cada vez que alguien pone a Albert Einstein a repetir su “Dios no juega a los dados con el universo”, pienso que es mejor creer que no creer: que imaginar a un Dios, como un silencio que envuelve a cada quien a su manera y un horizonte en donde la voluntad encara y negocia el destino, sigue siendo inevitable para mí. Dios es, para mí, una sospecha secreta que viene de la infancia. Y a veces se me ocurre que me dedico a escribir ficciones, palabras más, palabras menos al oficio de lograr que las cosas pasen por algo y para algo, porque me sigue empujando esa intuición. Confieso, eso sí, que no me siento cómodo con el interlocutor que le hace propaganda a Dios como a un candidato presidencial con un programa de gobierno plagado de promesas irrealizables. Confieso que entonces soy ateo. Y, para bien y para mal, miro de reojo.
Margarita Valencia
Crítica literaria y editora.
La fe asumida con seriedad y vivida con coherencia me da mucha envidia. La fe esgrimida como un arma cortopunzante me da mucha rabia. La fe erigida como un muro de Adriano para apartarme y silenciarme me genera un profundo desdén. Lo que trato de decir es que el debate nunca es posible cuando las personas utilizan sus creencias para construir un sistema de prejuicios que responde automáticamente a todos los interrogantes. En este caso no hay interlocución sino enjuiciamiento disfrazado de clasificación. Por otra parte, muchos creyentes (en Dios, o en el capitalismo salvaje, o en el poder del pensamiento positivo) tienden a asumir que su fe es universal. Y esta asunción suele dar origen a la inquina a la que se refiere la pregunta: no se toleran con facilidad las grietas en un sistema que uno quisiera sólido y a prueba de opiniones divergentes. El debate solo es posible entre quienes saben cómo son y quieren saber genuinamente cómo son los demás.
Fabián Sanabria
Antropólogo y doctor en Sociología. Director del Instituto Colombiano de Antropología e Historia.
Para ser intelectual no se requiere ser ateo ni fanático. El problema con Dios es que el bendito sea proclamado por un hijo de vecino, con mayúscula. ¿Por qué esto? Porque cuando así se profesa nos estrellamos con los lamentables muros de la “Verdad” que un pobre diablo llamado “creyente” pretende imponerle a todo el mundo, y un libre pensador no puede aceptar esa suerte de “propiedad privada”. A lo sumo, se es veraz o algo es verosímil, pero la Verdad no es más que un juego de luchas. En ese sentido, molesta que alguien se abrogue el “derecho” de proclamar: “Así lo quiere Dios” o “si Dios quiere” pues, en este mundo tan descuadernado, si así fuera, Dios sería un verdugo. Cosa distinta ocurre cuando se habla de dioses o de que todo está contenido en Dios. Resulta muy grato ser politeísta o panteísta, constatar que al mar no se puede ir desnudo pero se debe entrar en él desvestido, descubrir en un felino a la divinidad o intuir que “lo sagrado” también se esconde entre la mierda. De lo contrario, la mierda sería superior a Dios.
Carlos Gaviria Díaz
Excandidato a la Presidencia de la República.
No. A nadie desconceptúo por sus creencias sino por la forma en que las vive o como razona para sustentarlas. Conozco creyentes de una jerarquía intelectual respetable y ateos de un dogmatismo ordinario. Disfruto reviviendo el debate de Bertrand Rusell, un agnóstico egregio, con el padre Frederick Copleston. Me identifico con Russell pero respeto y disfruto el modo de argüir de Copleston. No se conocían y el diálogo los hizo admiradores mutuos. Y en el contrapunto de Umberto Eco y Carlo María Martini (¿En qué creen los que no creen?), siendo mi perspectiva análoga a la de Eco, me parece que fue más lúcido y riguroso el cardenal Martini. Lo que hay que exigir de una persona ilustrada en un asunto como el de la existencia de Dios es responsabilidad intelectual y coherencia argumentativa. El cumplimiento de esas condiciones confiere profunda respetabilidad a sus tesis. Lo que sucede lamentablemente en una sociedad como la colombiana que ha sacralizado la fe religiosa, es que una gran mayoría de las personas solo está en condiciones de defender sus creencias a gritos, a puños o con el poder político que a menudo la sociedad les adjudica.