Un paseo con Álvaro Barrios

La infancia prolongada

En 2015, el artista barranquillero celebró 50 años de haber realizado su primera exposición con una retrospectiva en el MAMM, de Medellín. Además, su obra se exhibió en ARCO Madrid, donde Colombia era el país invitado. Arcadia estuvo con él en Barranquilla. ¿Cuáles son los sueños y las pesadillas de Álvaro Barrios?

Christopher Tibble* Barranquilla
2 de marzo de 2015

"Todo se ve más grande cuando uno es pequeño”, dice Álvaro Barrios, de 69 años, al detenerse frente al salón de artes del colegio Biffi, en el centro de Barranquilla. Se trata de un patio sombreado, que aún preserva el piso original de 1896, una baldosa de cerámica pintada con ajedreces y rayuelas. Son las diez de la mañana y una profesora dicta una clase de manualidades. Los niños corretean y se dispersan, alzan los brazos, se ríen. Al fondo se ve una pequeña tarima. El maestro la apunta con el dedo índice: “Ahí se hacían obras de teatro cuando estudiaba aquí. Yo nunca participaba porque me daba terror ser el centro de atención. Era muy tímido. Me volví extrovertido mucho después, cuando ya era artista”.


La antigua sede del colegio Biffi, el lugar más importante en la formación artística del barranquillero.

Como ocurre a comienzos de cada año, los vientos alisios se cuelan por la ciudad, que ya se prepara para celebrar el carnaval. Solo hay una nube en el cielo y la luz resalta la camisa de Barrios, una guayabera verde con un patrón de palmas africanas. “Estudiar aquí fue el hecho más importante para mi formación”, explica al tiempo que se dirige al edificio principal del colegio, pintado de un amarillo pastel. Barrios no se refiere a su formación académica, sino a la artística, la que lo llevaría a exponer por primera vez hace medio siglo y la que más adelante le ayudaría a consolidarse como uno de los artistas más importantes de Colombia.

Desde esa primera muestra que realizó en 1965 en la galería Casa de Don Benito, en Cartagena, Barrios ha representado al país en las bienales de São Paulo, París, Tokio, Cracovia, entre otras. Sus obras han sido adquiridas por museos como el MoMA, de Nueva York, y por bancos como J.P. Morgan. Ha dirigido la facultad de Bellas Artes de la Universidad del Atlántico y ha ayudado a fundar varias instituciones culturales, entre ellas, el Museo de Arte Moderno de Barranquilla, donde ejerce como curador.


Los días más felices de Supermán (1966).

Hoy, gracias a María Belén Sáez de Ibarra, directora de divulgación cultural de la Universidad Nacional, se realiza en el Museo de Arte Moderno de Medellín La leyenda del sueño, una revisión de la obra de Barrios que va hasta finales de marzo. “La idea es resaltar su aporte al arte conceptual latinoamericano. Destacar el trabajo de un hombre que, mediante la fantasía, la apropiación y un sinfín de técnicas ha creado una obra que recurre al humor para criticar a la sociedad y a la banalidad del mundo del arte”, opina Sáez de Ibarra. Y todo empezó, según Barrios, en el colegio Biffi, el lugar que sentó las bases espirituales de su trabajo y de su personalidad. 

“Todavía recuerdo las misas –dice mientras sube las escaleras que llevan a la capilla del colegio–: el cura siempre las daba en latín. Yo me sentaba en algún banco y escuchaba sobre mi cabeza las canciones en ese idioma. Era bellísimo, como un coro de ángeles”. Barrios no se considera religioso, pero sí espiritual. Su obra, sobre todo en la primera mitad de su carrera, tuvo como trasfondo un mundo onírico y místico, que él mismo alimentaba con sesiones espiritistas y la tabla ouija. “Una obra de arte es la transmisión de una energía interna al mundo físico. Asimismo, los efectos del mundo físico tienen una incidencia en el mundo espiritual”, dice.

La otra gran influencia en su trabajo vino de la cultura popular, específicamente del cómic, elemento que hoy predomina en su trabajo. Desde pequeño leía las viñetas que llegaban a su casa todos los domingos en el diario La Prensa. También devoraba los tiras cómicas de Chester Gould sobre las aventuras de Dick Tracy. “Mi papá se molestaba cuando yo leía cómics, pero mi mamá creía que un buen lector de viñetas sería un buen lector de obras serias. Y así fue”, ríe Barrios.

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El kinder del hermano de la pintora cartagenera Cecilia Porras, donde Barrios estudió.

Sus padres habían llegado a Barranquilla a mediados de los años cuarenta para montar un consultorio de odontología. Juan Bautista Barrios, su papá, provenía de una familia de ganaderos de Calamar, Bolívar, un pueblo a orillas del Magdalena. Mientras cursaba sus estudios en la Universidad de Cartagena conoció a Nelly Vásquez, su futura esposa. Cuando se mudaron a Barranquilla, Álvaro, el mayor de cuatro hermanos, tenía siete meses.

Antes de estudiar en el colegio Biffi, asistió al kínder del hermano de la pintora Cecilia Porras. Fue ahí donde, a los cuatro años,  recibió sus primeras clases de dibujo, la técnica más recurrente en su obra. “Siempre me sacaba la nota más alta en la clase de arte”, recuerda. A pocas cuadras del jardín infantil quedaba la casa donde Barrios creció. Hoy ya no existe. Al igual que muchos de los edificios originales del barrio El Prado, fue tumbada antes de que fuera declarado Patrimonio Nacional. 

En esa misma zona quedaba la facultad de Bellas Artes de la Universidad del Atlántico, a donde su padre lo llevó a los 8 años. Quería inscribirlo en clases de música y le preguntó qué instrumento prefería. Barrios, categórico, contestó: “Lo que quiero es pintar”. Para ese entonces su pasión por el dibujo y el cómic ya era un hecho. Los viernes, al final de clase, pintaba de forma clandestina vírgenes en el tablero de su salón. Cuando llegaba el lunes, tanto los profesores como los estudiantes quedaban pasmados por la calidad  de la obra y no se atrevían a borrarla.

Más adelante, durante su adolescencia, Barrios empezaría a pasar tardes enteras recortando viñetas para disponerlas en forma de rollo y verlas como si fueran películas en una cajita que él mismo había creado. Voraz, también adaptaba al cómic cualquier cosa que le interesara, como la película Lo que el viento se llevó, las participantes en un reinado de belleza local o el cuento Entierro prematuro, de Edgar Allan Poe.

En esos años, a comienzos de los sesenta, Barrios no conocía el movimiento pop o algunos de sus exponentes como Andy Warhol y Roy Lichtenstein, quienes ya habían promocionado la incursión de lo popular en las vanguardias artísticas. Su fascinación con apropiar, interpretar y trazar las figuras de las viñetas fue un proceso solitario, silencioso, en una ciudad y una época en las que no había acceso a las grandes piezas de arte. “A mí lo que me interesa es cómo alguien, a esa edad y sin una ciudad grande, llega a tener ese grado de sofisticación; cómo deriva y pinta las imágenes, el grosor, la línea, la tinta, los colores plenos”, comenta al respecto de esa etapa del barranquillero Lucas Ospina, director de la Facultad de Artes de la Universidad de los Andes.


Uno de los cuadernos que Barrios ilustraba de adolescente.

Los primeros garabatos de Barrios no tenían pretensiones artísticas. Como explica el crítico Jaime Cerón en su libro Sueños con Álvaro Barrios, en esas obras iniciales “está ausente la preocupación por la pureza o autonomía formal del arte, por su hipotética universalidad y, más que nada, por el predominio del tratamiento de la pintura sobre las temáticas propuestas”. Gracias a su formación autodidacta, el barranquillero logró escaparse del canon tradicional. Su encuentro con el mundo formal del arte llegaría más tarde.

Después de terminar el colegio, se inscribió en la Facultad de Derecho de la Universidad del Atlántico. “Yo odiaba las matemáticas y esa era la única carrera que no tenía”, dice. Su interés por la abogacía se desplomó al año y entró a estudiar Arquitectura. Ahí conoció estudiantes de Bellas Artes y cada vez que podía se escapaba para asistir a clases de pintura o dibujo. Como no estaba matriculado, le tocaba entrar a los salones con una escalera que sus compañeros le habían comprado. 

Su talento no tardó en hacerse notar. A los 19 años realizó su primera tanda de exposiciones en Cartagena, Manizales y Medellín. Dos libros influenciaron esas muestras: el primero se llamaba Habla el artista, que incluía una entrevista al francés Marcel Duchamp. El otro era una serie de entrevistas a surrealistas. “Ninguno de los dos tenía imágenes, así que conocí las ideas de ellos años antes que sus pinturas. En el segundo había una entrevista a Magritte en la que le preguntan por su primera pintura surrealista. Él respondió que era El jinete perdido, una obra tradicional. La periodista le preguntó qué tenía de surrealista el cuadro y él contestó: “Que el jinete está perdido”. Ahí entendí que el surrealismo no era algo que se podía ver, sino un concepto”.

Al año siguiente, en 1966, Barrios irrumpió en la escena nacional. Su obra, ahora guiada por los preceptos del surrealismo, había adquirido un estilo único, mezclando la técnica del collage, las tiras cómicas de Dick Tracy, imágenes de revistas y algunos de los elementos de las pinturas de Pedro Alcántara y Norman Mejía, dos artistas colombianos. Uno de los primeros en apreciar su trabajo fue el nadaísta Gonzalo Arango, con quien entró en contacto por correo gracias a unos dibujos que había publicado en la revista de poesía latinoamericana El Corno Emplumado. Arango, fascinado con la precocidad de Barrios, lo declaró un nadaísta y organizó su primera exposición en la capital, en la galería Colseguros.

“Conocí a Gonzalo en la inauguración de la muestra. Él hizo la introducción, en la que básicamente se dedicó a hablar mal del artista Jorge Zalamea –sonríe Barrios, antes de continuar–: A los dos días me pasaron el teléfono y me dijeron: ‘Marta Traba quiere hablar contigo’. Pensé que se trataba de una broma”. A la argentina, entonces directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá y la crítica más importante de la ciudad, le había gustado su obra. Bajo su amparo, en un año el barranquillero pasó de ser un estudiante de Arquitectura relativamente desconocido a ser el primer artista en exponer a los 21 años 80 obras y tres pisos en el Museo de Arte Moderno de Bogotá.

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Es mediodía en el colegio Biffi y suena la campana del recreo. Los niños inundan los pasillos, se cuelan por las escaleras y salen a la plazoleta central. Sus gritos retumban por toda la escuela. Los balones de fútbol se elevan hasta el segundo piso, donde estamos parados frente a la capilla. “Mi mamá venía acá a misa cuando yo era bebé –dice el maestro, mientras mira el pasillo donde realizó su primera comunión–: ella me influenció mucho. No pintaba, pero tenía un gran sentido de la estética. Ella fue, además, la única que me apoyó cuando decidí dejar la universidad e irme a Europa”. Nelly Vásquez falleció hace seis meses. Tenía 92 años.

Barrios zarpó a Nápoles en 1967. El viaje fue la recompensa que obtuvo cuando ganó el segundo lugar en el Salón Nacional de Pintura Dante Alighieri, organizado por la embajada italiana. El primer lugar se lo llevó el arquitecto Bernardo Salcedo. Barrios no tenía mucho dinero, pero logró financiar su estadía gracias a las obras que vendió en el Museo de Arte Moderno. Durante el año que permaneció allá, Marta Traba le enviaba el dinero encubierto en papel carbón para que los agentes de aduana no se lo robaran.


Llegada de Verlaine y Rimbaud a Venecia (1983).

“Entre la Guaira venezolana y las Islas Canarias hay siete días en altamar. Ese trayecto me impresionó. No se veía ninguna isla o animal, salvo una escuela de peces voladores que apareció un día. El mundo parecía un plato de agua redondo y en la noche se veían todas las estrellas en la bóveda celeste. Por primera vez me sentí anonadado ante el universo”, asegura Barrios. Italia abrió su mente: “Aprendí que ser comunista no era lo mismo que ser un criminal. Empecé a cambiar mis conceptos, que en realidad eran preconceptos. Mi horizonte intelectual e interior se abrió, se expandió y entendí que el mundo era mucho más grande”.

Barrios pasó un mes en Roma, estudió pintura en Perugia y acabó en Venecia, donde cursó clases de Historia del Arte con el intelectual e historiador Gulio Carlo Argan, quien años más tarde se convertiría en el primer alcalde comunista de Roma. “Me impactó conocer de primera mano el arte antiguo y cómo podía convivir en armonía con el contemporáneo”. Desde entonces, la tensión entre el gran arte, el arte contemporáneo y lo kitsch ha figurado en su obra. En el libro de Cerón, el barranquillero afirma que “si alguien dice que solo le interesa el pop o el conceptualismo y no le interesa el Renacimiento, yo dudo de su sensibilidad”. En Venecia también entró en contacto con el Nuevo Realismo, movimiento de arte fundado por el crítico Pierre Restany y considerado el hermano europeo del pop estadounidense.

A su regreso a Bogotá y entusiasmado por una muestra que vio en Italia, en la que varios artistas realizaron una intervención en un castillo medieval, Barrios le propuso a Marta Traba hacer una exposición similar. A ella le sonó la idea y así fue como se realizó Espacios ambientales, la primera muestra de arte conceptual en el país, en la que participaron el mismo Barrios, Ana Mercedes Hoyos, Santiago Cárdenas, Feliza Bursztyn, Víctor Celso Muñoz y Bernardo Salcedo. De ahí surgió un grupo de amigos y, aún más, una nueva generación artística que durante 1968 se reuniría en el café El Cisne y le daría un nuevo rumbo al arte colombiano.

Después de un año en la capital, Barrios aterrizó en Barranquilla. Inspirado en los pesebres que había hecho en su adolescencia y en otros elementos “populares” como las tarjetas que se entregan en los cumpleaños y en la Navidad, empezó a realizar unos dioramas con dibujos en grafito, tinta china y con materiales como el algodón y el terciopelo. Conocidas como sus cajas, son unas pequeñas maquetas en las que el barranquillero exploraría durante la siguiente década algunas de sus obsesiones: la relación entre el arte clásico y el moderno, la historia del arte y la resignificación de imágenes y objetos. Algunos académicos como Lucas Ospina consideran que esa serie, irracional y mística, es el punto más alto de su obra. 

Los setenta sería una década de mucha actividad para Barrios. Aunque no tenía un diploma universitario, fue docente y luego director de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad del Atlántico. “El maestro actualizó nuestro pénsum, que antes era muy tradicional. También impulsó y formó a los artistas del grupo El Sindicato, que ganarían el Salón Nacional de 1978”, asegura Milena Aguirre, coordinadora de posgrados de esa facultad. Entre otras cosas, Barrios introdujo la materia de Teoría del Arte, pues creía que los conceptos eran mucho más importantes que las técnicas.


La fachada de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad del Atlántico, donde Barrios estudió, enseñó y luego dirigió.

En los siguientes años su obra se bifurcaría. Realizaría instalaciones como El mar Caribe (1971), considerada una de sus primeras obras deliberadamente conceptuales. También comenzó sus grabados populares, que aún hace y que consisten en dibujos publicados en periódicos y revistas con el fin de democratizar y satirizar la circulación del arte. Cuando publica uno, como el que se encuentra en este artículo, el barranquillero siempre da una fecha para firmarlos. En los setenta además haría, en el trasfondo onírico de sus cajas, su primera serie sobre el mártir y símbolo gay San Sebastián, figura que hoy todavía realiza pero con otras técnicas, como el cómic y la fotografía. Y, quizá lo más importante, se aproximó por primera vez a la figura que ha dominado su arte desde entonces: Duchamp.

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“Alguien alguna vez dijo que Matisse fue el maestro del color, Picasso el maestro de las formas y Duchamp el maestro de las ideas. Para mis intereses personales, creo que en el mundo contemporáneo el color y la forma no son importantes. De esos tres maestros, el único vivo es Duchamp, o sea: las ideas. Es el bisabuelo del arte conceptual”, explica Barrios. En 1978 hizo un grabado popular llamado Sueños con Marcel Duchamp, en el que invitaba al público a compartir algún sueño real o inventado. De esa forma comenzó su travesía con el artista. “Duchamp fue algo que vino a estrellarse e iluminar la tierra, pero nadie sabe bien qué es”, asegura con voz trémula.

Dos años después, Barrios realizó en Bogotá lo que podría considerase su exposición más importante. Se trató del punto de quiebre con todo lo que había hecho hasta la fecha: “En ese entonces se me consideraba un buen dibujante que creaba espacios y dibujos íntimos. Pero fue en esa muestra, en la galería Garcés Velásquez, en la que me liberé del estilo, que había empezado a considerar una enfermedad. Presenté por primera vez mi investigación sobre Duchamp y lo hice con una gran cantidad de técnicas disímiles: sombras, cartas, fotos, dibujos, collages, esculturas. En ese momento sentí que mi obra podía ser cualquier cosa, incluso un cómic”.


El grabado popular Bebé dormido, que Barrios firmó el lunes 16 de marzo en el MAMM.

Barrios cree que esa exposición le permitió pasar del modernismo al posmodernismo, a una nueva era en la que apropiarse y reutilizar las obras de otros artistas no era mal visto, sino que más bien se trataba de un juego de sentido en el que participaba tanto el humor como la crítica. Si bien en décadas anteriores ya había hecho referencias en su trabajo a las obras de otros, desde los ochenta en adelante lo haría con mayor intensidad y de forma más explícita. “Duchamp se adelantó a su época cuando presentó, bajo un seudónimo, un orinal para una exposición en 1917. Sus colegas lo rechazaron y lo consideraron una falta de respeto porque no entendían que un artista podía coger cualquier cosa ya hecha y conferirle la categoría de arte. La comunión, por ejemplo, es un fenómeno según el cual un pedazo de pan se convierte en Dios. Lo mismo pasa con el arte: un artista es como un ministro que está autorizado moral o conceptualmente para darle a cualquier objeto ese toque mágico de la desconocida dimensión del arte”.

En 1983, el maestro peregrinó al Museo de Arte de Filadelfia, donde se encuentran varias de las obras del francés. “Cuando llegué con un amigo fotógrafo estaban cerradas las salas y sentí una desilusión horrible. El guardia me dijo que era imposible entrar y entonces le dije que venía de una cofradía de admiradores de Duchamp en Suramérica. Le mostré la estrella que me había hecho en el pelo –una obra de Duchamp– y, para mi sorpresa, nos creyó. ¡Le dimos 20 dólares y nos dejó entrar!”. Barrios luego expondría las fotografías.

El Museo de Arte Moderno de Bogotá realizó su primera retrospectiva en 1986, cuando tenía apenas 40 años. Durante la siguiente década y media el barranquillero continuaría explorando las nuevas fronteras que le había propiciado su encuentro con Duchamp a través de dibujos, pinturas, instalaciones, entre otros. Pero solo fue a comienzos del siglo xxi que el barranquillero volvió a repuntar con una serie de nuevos y más ambiciosos proyectos, en lo que continúa trabajando hasta la fecha.

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Los estudiantes del colegio Biffi ya volvieron a sus salones. Álvaro Barrios mira su reloj. Van a ser las dos de la tarde. “Me tengo que ir –dice mientras me extiende la mano y sonríe–: Tengo muchas cosas por hacer”. Se voltea en dirección del carro. Su paso es lento, reposado. Lo miro y me cuesta creer que siga tan activo. A punto de cumplir 70 años, es tan enérgico y prolífico como hace medio siglo. En este momento tiene una muestra en ARCOmadrid y luego hará una retrospectiva a comienzos de octubre en la galería El Museo, en Bogotá.

Las dos exposiciones hacen parte de sus más recientes proyectos, que giran en torno al mundo del cómic y a los universos visuales de figuras como Supermán, Tintín y Dick Tracy. Su nuevo estilo nació a comienzos de 2000 y se consolidó con El noticiero del siglo xx, una serie de pinturas estilo viñetas en las que Barrios recrea la historia del arte moderno y narra, a su manera, los principales hitos artísticos de los últimos años.

El día después de nuestro encuentro en el Biffi nos vemos en su casa. Queda en un edificio antiguo, donde más de una enredadera de buganvilias se trepa por los muros blancos y las ventanas. En el apartamento todo es arte: cuadros, esculturas, libros y cientos de panteras de porcelana negra. Álvaro Barrios se sienta en la sala y me ofrece un té helado. Sus gafas son distintas a las del colegio. Me mira, expectante.

Giro la cabeza y veo el cuadro más grande de su apartamento: es uno de él, pintado en estilo de cómic y que muestra cómo una de las obras de Duchamp se estrella en la tierra, iluminándola. Le pregunto si volvió a los cómics por nostalgia a su infancia. Sorprendido, me observa: “No quiero volver a la niñez. Se trata, en cambio, de seguir siendo un niño. De niño no me acompañaron el celular o los juegos de video, sino las viñetas. Pero no se trata de nostalgia, es como si continuara en una especie de niñez personal”.


Una de las cajas que realizó en los años setenta: El beisbolista perdido (1975).

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