EL NUEVO EDIFICIO DEL MAMM

El triunfo del entusiasmo

Un puñado de muchachos se reunió alrededor de la galería La Oficina, a finales de los años setenta, y soñó que era posible que Medellín contara con un Museo de Arte Moderno. Para que existiera la nueva sede del MAMM, que se inaugura este 2 de septiembre, fue necesaria una historia que comenzó en un salón comunal y que hoy continúa con el más completo edificio para el arte en el país.

Christopher Tibble* Medellín
21 de agosto de 2015
Algunos de los fundadores del MAMM en la galería La Oficina, en 1978. De izquierda a derecha: Horacio Arango, Marta María Restrepo Molano, Jorge Velásquez, Alberto Sierra, Pilar Aramburo y Tulio Rabinovich.

Frente al edificio de Talleres Robledo, donde opera desde hace seis años el Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM), perduran tres columnas ruinosas. Tres enormes pilares de concreto, ubicados en el centro de una plaza contigua al río Medellín, en el sur del Poblado, una de las 16 comunas de la ciudad. De lejos, y por su proximidad al museo, parecen conformar una escultura. Pero de cerca, su superficie devela el paso del tiempo: se trata de los vestigios de un complejo de fábricas que surgió en los años cuarenta con la industrialización del país y que reunió, durante décadas, a las principales empresas de la capital antioqueña. La zona, en un inicio construida a las afueras de la ciudad, a la vista de las casas de campo de los empresarios adinerados, atraviesa desde 2004 un proceso de renovación urbana. Hoteles, clínicas, oficinas y edificios de hasta 20 pisos han sucedido a las factorías de cemento, acero y ladrillo refractario en lo que hoy se conoce como Ciudad del Río.

Talleres Robledo también es un vestigio de esa época. El edificio, construido en 1938, ejemplificó en su momento la modernización de Medellín: primero supliendo con maquinaria a la incipiente industria textil de Antioquia y luego, ya como parte de Simesa, la siderúrgica de Medellín, albergando los hornos de cúpula donde se fundió gran parte de los metales que ayudaron a construir la ciudad. La edificación de nuevas fábricas, sin embargo, lo relegó al olvido en la década de los cincuenta. Eclipsado su protagonismo, el galpón funcionó durante medio siglo como una bodega hasta que el MAMM volvió a darle relevancia cuando se mudó ahí en noviembre de 2009. Desde entonces, Talleres Robledo ha sido el epicentro de una nueva modernización. Una que a todas luces no ha terminado y que, para algunos, apenas comienza.


El catálogo de la primera exposición del museo.

Este próximo septiembre, el museo inaugura en la parte trasera del edificio su segunda sede, una mole de 7.220 metros cuadrados que buscará consolidar al centro cultural como uno de los más importantes de América Latina. Así, por lo menos, lo ve María Mercedes González, la santandereana que lo dirige desde 2012: “Estamos convencidos de que el museo va a ser el lugar del arte contemporáneo en Colombia, así como un referente indispensable en el continente”. Pero el MAMM, al igual que Ciudad del Río, no siempre ha pasado por momentos tan prósperos. Su historia, desconocida por muchos, es otra, una que tiene como protagonistas a un barrio de vivienda de interés social y a un puñado de personas que, sin mucho más que su entusiasmo, le apostaron a la cultura hacia finales de la década de los setenta.

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El Museo de Arte Moderno de Medellín nació sin sede y con una colección de nueve obras el 24 de agosto de 1978. “Todo empezó una tarde en La Oficina, mi galería, donde a menudo se reunían artistas, coleccionistas, señoras de sociedad. Ese día convoqué a un grupo de amigos para exponerles la idea y poco a poco se fueron entusiasmando –recuerda Alberto Sierra, su primer curador–: en ese momento se prendió un fogoncito, porque en realidad no teníamos nada”. Para él, fundar un nuevo espacio cultural provenía de la necesidad de revivir el entusiasmo que habían suscitado las bienales de Coltejer del 68, 70 y 72, impulsadas por Leonel Estrada. Esos tres eventos, descontinuados a falta de dinero durante el resto de la década de los setenta, habían catapultado a Medellín, y en cierta medida a Colombia, hacia el escenario del arte mundial. “Si esas bienales habían internacionalizado a la ciudad, suponíamos que trabajando de la mano de los demás museos de arte moderno, como el de Bogotá, Cali y Cartagena, podríamos mantener actualizada a la gente”, afirma Sierra.

Para finales de los setenta, sin embargo, el panorama artístico de Medellín pasaba por un mal momento. Menguado el interés que habían originado las bienales de Coltejer y sin espacios de exhibición relevantes, a excepción del Museo de Antioquia, que de todas formas atravesaba un periodo de crisis, la ciudad se había visto desprotegida de arte. En esa complicada coyuntura surgió la idea del MAMM, casi a modo de venganza, con una propuesta que buscaba alejarse de la anquilosada idea del museo como un espacio que solo exponía arte. “Ellos querían empezar un museo vivo, abierto a las manifestaciones culturales. No solo a la plástica, sino también a la música, a la arquitectura, al cine. En esencia, formar un centro didáctico del siglo xx”, afirman los investigadores Jorge Lopera y Viviana Palacios, quienes se encuentran escribiendo un libro sobre la institución para que coincida con la inauguración de la nueva sede.

En 1980, dos años después de constituirse como una entidad privada sin ánimo de lucro, el Museo de Arte Moderno de Medellín se mudó al salón comunal del barrio Carlos E. Restrepo, a la sede que ocuparía durante 29 años. El lugar, bautizado en honor al presidente paisa que ocupó el Palacio de San Carlos durante la Primera Guerra Mundial, había sido construido por el Instituto de Crédito Territorial (ICT) a comienzos de los setenta en un esfuerzo por empezar a poblar la ‘Otra Banda’, como se conoce el costado occidental del río Medellín. Se trataba de un barrio de vivienda modular, descrito en su momento por el ict como una “hermosa ciudadela diseñada de acuerdo a la más moderna tendencia urbanística, con avenidas circulares y amplias zonas verdes. Allí se levantan armoniosos bloques de apartamentos, construidos con un criterio estético y funcional”. Si bien en un inicio Carlos E. había sido pensado para albergar familias de bajos recursos, su ubicación coincidió de casualidad con los campus de la Universidad Nacional y la de Antioquia, por lo que poco a poco sus casas empezaron a ser pobladas por estudiantes y, sobre todo, profesores universitarios. Y por lo que su salón comunal terminó convertido en un museo, y no en una parroquia.


El salón comunal en el barrio Carlos E. Restrepo, donde el museo funcionó entre 1980 y 2009, hoy es el Centro Cultural de la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia.

“El barrio fue apropiado rápidamente por una clase media ilustrada, por una pequeña burguesía. Acá no solo iban a estar los docentes, sino sus familias. Por su lado, la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional abría su posgrado de Artes en 1975, un programa que creció, a la par que los niños de Carlos E., con el museo. Juan Camilo Ochoa (el primer presidente de la junta directiva del MAMM), era profesor y vivía en el barrio. Cuando un día todos los fundadores se reunieron en su apartamento, se dieron cuenta de que el terreno era propicio para acoger el museo. Y, gracias a la vocación socialista del barrio, el espacio que iba a ser una iglesia pasó a ser un amueblamiento cultural para la zona y la ciudad”, dice Óscar Roldán, el curador del MAMM entre 2008 y 2014. Carlos E. Restrepo resultó ser el lugar ideal para la eclosión del centro cultural. Como afirman Lopera y Palacios, el museo “cohesionó el interés de sus habitantes por compenetrar y desarrollar en comunidad el espacio público, mediante iniciativas como que cada persona sembrara un árbol”.

Durante esos primeros años, todo se hizo con las uñas. “Era un museo muy pobre, con unos presupuestos muy limitados, muy diferente a lo que es hoy. Todos los días tenía que pedir plata a las empresas. Cada vez que se hacía una exposición se buscaba un patrocinio, y así sobrevivió durante un tiempo, con muy pocos recursos, como cualquier institución cultural”, recuerda Ochoa. Las restricciones económicas del museo solo ayudaron a fortalecer el vínculo entre los empleados y la institución. En la precariedad, tanto la secretaria como el director tenían que colgar los cuadros y arreglar los salones para las exposiciones. El segundo director del museo, Tulio Rabinovich, quien reemplazó en ese cargo a Jorge Velásquez, recuerda que durante su gestión jamás cobró salario: “De planta trabajaba junto a una asistente, una administradora y un mensajero. Yo, en parte, soportaba el museo y, de hecho, la única pieza que ha comprado el mamm la pagué yo, una obra muy bonita de Marco Tobón Mejía que exhibimos en nuestra primera muestra, El arte en Antioquia en la década de los setenta”.

A pesar de sus dificultades financieras, el museo no tardó en darse a conocer. En mayo de 1981, con tan solo un año a cuestas, el mamm realizó la que hasta la fecha es considerada su exposición más significativa: el Primer Coloquio Latinoamericano de Arte No-Objetual y Arte Urbano, un evento impulsado por el crítico de arte peruano Juan Acha, y que se realizó al tiempo que la IV Bienal de Medellín. “En esa época se estaba dando una discusión en torno a cómo rejuvenecer este tipo de eventos públicos, que se estaban convirtiendo en un carga inútil en la que se mostraba a los mejores artistas del país y a algunos nuevos. En las bienales ya no había arte, solo exhibicionismo. Así que trajimos a los mejores conferencistas y montamos tres días de performances, obras y charlas. Fue muy interesante, una ruptura con todo lo que se había hecho en el país”, recuerda Sierra.


El edificio de Talleres Robledo, donde el MAMM se mudó en noviembre de 2009.

Si el Coloquio de Arte No-Objetual posicionó al museo en el mapa, una serie de exposiciones e iniciativas se encargaron de consolidar su puesto en el panorama de las artes colombianas. Para empezar, ese mismo año se inauguró el Salón de Arte Arturo y Rebeca Rabinovich, una propuesta que tenía como fin descubrir y premiar a artistas colombianos menores de 30 años. El evento, que duró hasta 2003, no tardó en convertirse en un importante semillero para las nuevas generaciones. José Antonio Suárez, Nadín Ospina, Fredy Alzate y Carlos Jacanamijoy son apenas algunos de los 358 artistas que participaron. El Salón, además, ayudó a fortalecer la incipiente colección del MAMM, pues la obra ganadora pasaba a ser de su propiedad. Pero el museo no solo se limitó a fomentar la creación artística dentro de sus muros. A través de convocatorias y proyectos sociales, se encargó de difundir arte por toda la ciudad. Dos años después del primer Salón, por ejemplo, y a petición del presidente Belisario Betancur, el centro cultural organizó el Parque de las Esculturas del Cerro Nutibara, un montaje de diez obras de artistas como Édgar Negret, John Castles, el argentino Julio Le Parc y el mexicano Manuel Felguérez.

El ímpetu que ya arrastraba el MAMM asumió nuevas proporciones a través de su relación con la artista paisa Débora Arango (1907-2005), quien después de haber escandalizado a la Colombia pastoral de la primera mitad del siglo xx con sus cuadros desnudos y retratos descarnados de la sociedad antioqueña, había sido de alguna forma excluida del canon artístico del país. En 1984, el museo decidió honrarla con una retrospectiva compuesta de 205 acuarelas, óleos y cerámicas. “Ella se encontraba en el ostracismo –recuerda Rabinovich–: y con el museo experimentó un renacer. La relación llegó a ser tan fuerte que en 1987 ella nos dijo, ‘miren, ustedes me hicieron vivir de nuevo, así que les voy a donar toda mi colección’”. La pintora entonces donó en dos etapas un total de 233 obras, 46 de las cuales permanecieron bajo su custodia y hasta enero de 2015 en su casa en Envigado. La colección, junto a la donación en 2006 de más de 3.000 obras de Hernán Tejada, han sido hasta la fecha las adquisiciones más importantes del museo. Y ambas, curiosamente, antecedieron dos cambios de fortuna. Si la de Tejada llegó cuando el centro cultural ya se preparaba para mudarse a Talleres Robledo, la de Arango precedió su época más difícil.

A finales de 1989, y aunque el MAMM se había mantenido lejos de las garras de narcotráfico que asolaban la ciudad, la sede de Carlos E. fue víctima de un atentado: una bomba estalló en su proximidad y afectó su planta física y algunas de sus obras. La explosión, que afortunadamente no hirió a nadie, fue un presagio de las dificultades que traería consigo la década de los noventa. Natalia Tejada, quien asumió la dirección en 1991, reconoce que fueron años duros: desde la suspensión de los auxilios públicos a empresas privadas que dictó la Constitución de 1991 hasta el clima de terror que se asentó sobre la ciudad con los toques de queda, pasando por la alianza entre el Museo de Antioquia y Fernando Botero, que fue priorizada por varias administraciones, y una serie de demandas que el museo intercambió con una sobrina de Débora Arango (que ya se resolvieron), el MAMM atravesó su momento más crítico.

Pero Tejada también resalta cómo, a pesar de los contratiempos, el museo se mantuvo a flote: “Hubo momentos delicados y problemas de liquidez. Sin embargo, nunca hubo un balance en rojo y nuestros indicadores siempre presentaron crecimiento. El museo aprendió a no depender del Estado, a buscar múltiples fuentes de financiación y a explotar sus propios recursos”. Además, como dice Roldán: “La crisis de los noventa fue la crisis de la ciudad, toda la estabilidad de Medellín estaba en vilo. Sin embargo, hay que resaltar el padrinazgo que hizo el museo durante esos años con La Iguaná, una escuela de bajos recursos al lado de Carlos E. Ese proyecto salva al museo y lo convierte en un centro de responsabilidad social. El barrio rodea al museo y el museo se vuelve el epicentro del barrio”. Antes de jubilarse en 2007, Tejada gestionó con la alcaldía de Sergio Fajardo su principal legado: la mudanza a Talleres Robledo.

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“Esta sala tiene todos los juguetes –dice el arquitecto Juan David Mejía cuando entramos a la nueva bodega del MAMM, soterrada entre Talleres Robledo y la sede que abrirá sus puertas en septiembre–: acá se van a desempacar y a desinfectar las obras. La diferencia con Carlos E. es total. Allá no tenían adecuación técnica. Acá tenemos control de temperatura y humedad, filtros de iluminación, seguridad máxima, incluso puertas que permiten aislamiento absoluto para evitar que haya contaminación”. Mejía ha sido el encargado de supervisar la obra de la nueva sede desde que empezó en 2010, cuando bajo la dirección de Juliana Restrepo el museo adjudicó el contrato a las firmas de arquitectura 51+1 (Perú) y Ctrl-g (Colombia). Y, mientras la recorremos, su expresión denota orgullo: “Este proceso ha sido bonito, porque tanto el sector privado como el público creyeron en el proyecto. Ambos aportaron el 50 % de los 24.00 millones de pesos que ha costado”.


La nueva sede de 7.220 metros, que se inaugurará el 2 de septiembre, en la parte de atrás de Talleres Robledo.

Los cinco pisos del edificio, cada uno diseñado con un material distinto para distinguir sus funciones, no solo van a albergar salas de exposiciones permanentes y temporales, sino también un auditorio para 250 personas, salas de usos múltiples –incluida una para experimentación sonora–, espacios de uso comercial y, en la cima, un salón para eventos sociales. Además, el museo contará con una escalera que recorrerá su parte exterior y así permitirá que cualquier transeúnte acceda a sus espacios abiertos y terrazas. Para su inauguración, María Mercedes González prepara, de la mano del curador Emiliano Valdés, seis exposiciones simultáneas, entre las que cabe destacar una dedicada a Débora Arango y otra a los salones de arte Rabinovich. Un justo tributo al pasado del museo, a Carlos E. y a ese salón comunal que, como las columnas ruinosas en la plaza de Ciudad del Río, hoy forma parte integral de la historia de Medellín.

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