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Gustavo Dudamel: la increíble historia del latinoamericano que dirigirá por primera vez la Filarmónica de Nueva York
Gustavo Dudamel hace historia: es el primer latinoamericano en dirigir la Filarmónica de Nueva York. SEMANA conversó con él, quien se considera “un niñito venezolano cuyos brazos cortos no le sirvieron para ser trombonista, y se ha pasado la vida tratando de aprender violín”.
Gustavo Dudamel carga la sencillez como moneda suelta en los bolsillos. Camina ajeno el talento superlativo que lo precede y que le ha permitido, entre otras hazañas para un latinoamericano, dirigir varias de las orquestas más importantes del mundo: la Filarmónica de Los Ángeles, a la que llegó con solo 28 años, y en donde demostró que una orquesta local podía convertirse en referente global. La Ópera de París y la Filarmónica de Nueva York, a la que arribará en 2025 para asumir como director musical y artístico.
Pocos creerían que detrás de ese tono afable que se le escapa al otro lado de la línea, se esconde un tipo ganador de varios Grammy, que ha ofrecido conciertos que terminan en ovaciones de hasta 20 minutos. Que atesora una carta escrita por Barack Obama en la que este le agradece su trabajo en Los Ángeles. Que guarda la camiseta que voluntariamente le dieron los Lakers, la franquicia de la NBA, autografiada por todos sus jugadores. Y que sabe que a veces la admiración se manifiesta de maneras insospechadas, como cuando una cadena de comidas rápidas en Estados Unidos bautizó una línea de salchichas con su nombre.
The Washington Post reseñó en sus páginas que Dudamel era un director “temiblemente talentoso”, a quien se le había confiado el papel de salvar la música clásica.
Y él se asoma a esos elogios con pudor. Cree que la suya sigue siendo simplemente la historia de un niño de Barquisimeto, ciudad del noreste de Venezuela donde nació hace 42 años, que se ha movido en la vida con “disciplina y trabajo”.
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“Me he sorprendido con notas de prensa en las que me llaman genio. No. Genios, Mozart o Stravinsky. Soy un niñito venezolano cuyos brazos cortos no le sirvieron para ser trombonista, como su papá, y por eso se ha pasado la vida tratando de aprender el violín”, le confiesa a SEMANA.
Lo cierto es que su talento ha logrado que veteranos maestros de dirección como Daniel Barenboim –que hizo posible el milagro de reunir en un mismo escenario a músicos israelíes y palestinos– le haya gritado alguna vez tras bambalinas, extasiado ante su virtuosismo: “¡Ríndete! Conviértete en zapatero, en plomero o en carpintero. ¡Ya no dirijas más!”.
Con menos de 30 años, Dudamel ya formaba parte de la brevísima lista de estrellas que ha dado la música clásica en este continente. La mayoría, pianistas: Jorge Bolet, Martha Argerich, Daniel Barenboim o Claudio Arrau. Algunos, cantantes líricos: José Cura y Juan Diego Flórez. Y siguiéndoles los pasos a todos, Dudamel.
Vamos a la semilla: Gustavo Adolfo Dudamel Ramírez es la expresión más elevada de una empresa épica, replicada en una veintena de países: el Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles de Venezuela, fundado hace unos 45 años por el fallecido maestro José Antonio Abreu, de quien Dudamel llegaría a ser su mano derecha.
Épica, porque ha sonado, inalterable, durante diez periodos presidenciales, resistido los caprichos del petróleo –sostén de la economía venezolana–, lo mismo que tres intentonas golpistas y el ‘caracazo’ de 1989.
El Sistema, a secas, lo llaman en el vecino país. En los buenos tiempos acogió a más de 400.000 muchachos y contó con unos 15.000 profesores, una treintena de orquestas y hasta un Premio Príncipe de Asturias a la Paz. Un modelo de formación cuya materia prima son niños de barriadas, que hace posible que la música sea un atajo ante la delincuencia, la desescolarización, el hambre.
Dudamel lo explica acudiendo a su propio milagro: “La música me salvó, estoy seguro. Con todo lo malo que me rodeaba en la niñez, la música me dio un camino”, dice.
En su casa de Barquisimeto, sin embargo, don Óscar y doña Sol, sus padres, no subían el volumen con las sinfonías de Beethoven. El músico de crespos desordenados, que un día tocó ante el papa Benedicto XVI, se crio con música popular. Su papá tocaba trombón en una orquesta de salsa y en las fiestas familiares no faltaba La Dimensión Latina, que pariría a uno de los mejores intérpretes del género: Óscar D’León.
Gustavo, en todo caso, era un niño extraño. Un trébol de cuatro hojas –“un genio de la dirección nace solo cada 100 años”, diría Plácido Domingo– que enfiló sus sueños más allá del simple deseo de aprender un instrumento en una orquesta. Siempre quiso estar delante de ella.
Su flechazo con la música clásica surgió de la nada. De niño, recuerda en SEMANA, cerraba los ojos e imaginaba que dirigía Capriccio italiano, pieza de un músico que años más tarde descubriría: Tchaikovsky.
El niño Gustavo solía ordenar en el suelo muñequitos a manera de orquesta, prendía la grabadora y él agitaba con los brazos una batuta imaginaria. Cuando se marchaba al colegio, les prohibía a todos en casa que se los tocaran. Y de la advertencia no se salvaba ni la abuela, que no podía pasar su escoba en ese rincón donde músicos en miniatura tocaban en silencio. “Y, sí, al regresar la encontraba sin un rasguño”, recuerda el director venezolano.
A El Sistema ingresaría en Barquisimeto. La primera batuta se la regalaría su abuelo y él la llevaba a clases, convencido de que llegaría a director sin aprender ningún instrumento. Había intentado con el trombón, pero le sobraron ganas y le faltaron brazos largos y pulmones de acero. Ensayó con las trompetas, con los fagotes, y nada. El violín le hizo un guiño y también probó. No era el más avezado en su ejecución –“todo hay que decirlo”– y aprenderlo le costó.
Pero, sin abandonar su sueño de dirigir, hizo suyas las cuatro cuerdas de ese instrumento. Una mística que advirtieron sus maestros, porque a los 12 años estaba sentado en la Orquesta Nacional e Infantil del país. Y no pasó mucho antes de que los muñequitos de la niñez se convirtieran en jóvenes de carne y hueso, que lo veían como una suerte de rockstar.
Su carrera como director inició en Barquisimeto. A veces alzaba la batuta en la Orquesta Infantil de esa ciudad y otras cuando lo invitaban a la Sinfónica de Lara. Conocedor de esas andanzas, en Caracas Abreu lo sintió listo para dar otro paso: “La Orquesta Nacional e Infantil se va de gira para Italia y tú la vas a dirigir”, recuerda Dudamel, casi con la emoción intacta.
También ha dirigido la Sinfónica Juvenil Simón Bolívar venezolana, que llevó al formato clásico piezas de la música venezolana como Alma llanera. Y procura dirigirla cada que puede, en medio de los vaivenes sociales y políticos de su país, mientras su batuta recorre el mundo: hoy en la Filarmónica de Nueva York o en la de Birmingham. Mañana, Gotemburgo, San Francisco, Berlín o Israel.
Se ha presentado en La Scala de Milán, grabado tres álbumes y dirigido con acierto el Gloria, de Vivaldi, y el Ave verum, de Mozart.
Su aterrizaje en los escenarios internacionales fue en 2004. Se inscribió en la historia por ser uno de los más jóvenes invitados a competir en los Premios Mahler, en el que se miden prestigiosos jóvenes directores del mundo. Y ganó.
Uno de los jueces, perteneciente a la filarmónica de Los Ángeles, telefoneó a California para hablar con su directora ejecutiva, Deborah Borda. “Acabo de ver al más importante joven director –le dijo–. Es un niño venezolano que habla vagamente inglés y es un verdadero animal dirigiendo”.
Ella le creyó y no se arrepiente: en una emisión de 60 Minutos, uno de los espacios más vistos de la televisión de Estados Unidos, confesó su convicción de que en Los Ángeles estaba el ambiente propicio para que Dudamel, con su estilo, cambiara la historia de la música.
Ese estilo, dice él, es el estilo de la sangre. Porque así, sanguínea, es su pasión por la música. “Lo que busco como director no es solo que los músicos interpreten lo que yo quiero que se escuche. Quiero que ellos transmitan lo que yo quiero que el espectador sienta”.
Un estilo lejos de la solemnidad de los músicos clásicos tradicionales. Es que, confiesa, muchos se espantarían de que en sus listas de reproducción musicales haya canciones de Shakira, Pink Floyd y Héctor Lavoe junto a las de Mahler y Bach.
Será el mismo latinoamericano que por primera vez llega a dirigir la Filarmónica de Nueva York, un puesto por el que desfilaron Gustav Mahler, Arturo Toscanini, Leonard Bernstein, Lorin Maazel y otros grandes. Allí, espera lo de siempre: “Hacer música con otros que acaban siendo amigos, familia”.