CRÓNICA

En busca del mítico pepino dulce que venden en Corabastos

Desde la madrugada, el periodista y locutor Santiago Rivas recorrió los caminos llenos de coteros, frutas y vegetales, de esta central de abastos. ¿Qué encontró?

Santiago Rivas*
3 de mayo de 2018
Los coteros de Corabastos pueden ganar entre 30.000 y 50.000 pesos en una jornada de trabajo. | Foto: Julián Galán

Llegamos con Julián, el fotógrafo, a la puerta uno de Corabastos, la Corporación de Abastos de Bogotá, ubicada en la avenida carrera 80 con calle segunda. Son las tres de la mañana. La central es un ecosistema en sí mismo. A esta hora tiene la acción de una mina, o de un hormiguero. No se oye nada, salvo los motores amortiguados por el frío y los cuchicheos de todo el mundo “a la orden, vecino …”. Todos son amables, pero no comprenden qué hago aquí, parado, mirando, sin hacer nada. Yo me limito a saludar y a mirar fascinado las paredes de bultos de papas que llenan cada depósito. Debo parecerles uno de esos niños citadinos idiotas, que cree que la leche viene del supermercado.

Cae una lluvia ‘mojabobos‘. Huele intensamente a tierra negra y a lo lejos pasan los coteros (los que llevan la carga pesada a sus espaldas), tan rápido como pueden, con sus ganchos, que son como el sexto dedo de sus manos. Sin importar el tamaño de su anatomía cualquiera de ellos puede echarse encima dos bultos de 50 kilos. Siempre ayudados por el gancho, que evita que los costales se caigan o se les partan los dedos. Los bultos irán convirtiéndose en cajas de mangos o atados de mazorcas, lo que sea. En una jornada pueden ganar entre 30.000 y 50.000 pesos. Es mejor estar alerta, porque uno siempre está parado en el camino de alguno de ellos. Julián se fue a tomar sus fotos. Yo encontré el primer puesto de comida. Desayuné pastel de yuca, un tinto y una gaseosa, porque no era momento de pensar en la acidez estomacal. Se come rico en Corabastos, obviamente.

Poco a poco se van abriendo nuevos depósitos y galerías, que añaden algo de color al marrón y negro de las papas. Entro por una de las puertas, y llego a un laberinto distinto, lleno de color: caléndula naranja, berenjenas moradas; espinaca verde oscuro, arveja verde clarito; ajos blancos y rosados, aromáticas en todas las tonalidades del paisaje y muchas cajas de plástico de colores, que se elevan hasta los cinco metros; ahora huele a ajo, luego a cilantro. Todo es muy barato. Una mujer me atiende y me muestra algo que nunca he probado: un pepino dulce. Eso no lo había visto jamás. No lo compro. Me queda un buen tiempo aquí, así que volveré después.

Pasan dos horas. Cae un diluvio. Julián, el dueño de un depósito nos recomienda el chocolate que vende doña Flor. Es una dicha la amabilidad de esta mujer sonriente, que llena medio vaso de cubitos de queso doble crema, para luego servir chocolate hirviendo encima, más la mogolla integral de rigor y la ñapa (reglas son reglas). Sorbo a sorbo, Corabastos vuelve a aparecer frente a mí, como un lugar completamente distinto. Ahora es un laberinto iluminado, ruidoso, se oyen los gritos y chiflidos de todo el mundo, un barullo ensordecedor del que todos participamos. Los coteros siguen deambulando, y nosotros parados en su camino, sin querer.

En medio de este aparente caos, todo tiene su orden y lugar. Sigo la pista de los productos que vi. Pregunto por mi pepino dulce, ya es hora de comprarlo, pero nadie sabe dónde está. Nada en el almacén de las hierbas, ni en el del ajo; Julián cree que me enloquecí o me lo inventé. Aprovecho para comprarle a don Rubén un par de cosas que en cualquier otro sitio me saldrían carísimas.

Caminamos por los depósitos, sin rumbo. Voy hablando con quien me habla y mirando lo que hay. María y Hernando, que venden cebollas por bultos, nos invitan a un tinto. Como la gran mayoría, su depósito es un negocio familiar. Hablamos un rato y esquivamos coteros. Con la lluvia y el trajín, el piso se va convirtiendo en barro, pero qué importa. Nada importa con tanta gente amable alrededor.

Afuera de los pabellones se parquean vendedores con cajas llenas de frutas que vienen de las diversas regiones del país, incluso de afuera. Ahora huele a una mezcla de todo al tiempo. Mango, papaya, flores, cebolla larga, cebolla cabezona blanca y roja, cilantro. Pero no encuentro el puñetero pepino dulce. De repente, todos los almacenes se parecen entre sí. Mi objeto de deseo puede o no estar en el siguiente galpón, en la siguiente puerta. Julián me mira dubitativo. Hay que encontrarlo. ¡Ese pepino vale un montón! Nos damos una y otra vuelta entre los ajos y las arvejas, pero el sueño es superior a nuestras fuerzas.

Buscamos la salida, pero voy lentamente, mirando a lado y lado a ver si de pronto... Llegamos a la puerta y Julián llama un taxi. En los mapas de las aplicaciones, Corabastos se ve como un hueco; como es de esperarse, el primer taxista se pierde. Tenemos que esperar un rato más. Yo aún miro hacia atrás, buscando mi pepino dulce, pero no es solo eso. Algún día volveré por él y por todos los otros frutos que solamente se encuentran acá, un corazón verde en medio de la gris Bogotá.

*Periodista y presentador de televisión.