OPINIÓN

El hato de 'La mamina', el lugar de los recuerdos de Gonzalo Mallarino

El escritor evoca con nostalgia este sitio de valles helados con vacas gordas, ordeños al amanecer, anchos pastizales y en el que vivió Caravansari, un caballo negro.

Gonzalo Mallarino*
26 de abril de 2020
Gonzalo Mallarino, escritor | Foto: Esteban Vega

Helena Casabianca, “la mamina”, tenía un hato lechero en Ubaté. Las vacas eran gordas, sanas, luminosas bajo el sol, y los potreros estaban rodeados de árboles inmensos y tupidas cercas naturales. Había acequias, pozos naturales y manas de agua caliente.

Veo a María, mi hija, pequeñita, montada en la carreta en que iban hasta el ordeño a sacar las cantinas de leche. Tiraba de la carreta Baltasar, un percherón alazán. La niña, de largas trenzas rubias, miraba con temor a Satélite, el toro, en un potrero vecino. Y con ternura a las terneritas recién nacidas. “La mamina” evitaba decirle que los terneros ya no estaban, ya los habían recogido. Más adelante miraba las vacas del horro, que estaban viejecitas. O secas.

Fuimos muchas veces al amanecer con las ´hateras´ al ordeño. Siento ahora el olor del viento helado, del pasto húmedo, de la leche tibia que daba contra el balde metálico cuando las manos de las mujeres la sacaban de la ubre. Había perales, duraznos, y en los collados y las colinas que guardaban la hacienda, unas moras oscuras y amargas que nos comíamos con los niños, a pesar de que eran muy ácidas.

La mamina era una fiera para bautizar sus vacas y a cada una la reconocía con sólo mirarla. Qué nombres tan graciosos se le ocurrían: la Bagatela, la Cornamusa, la Medialuna, la Baticola…

Tenía unos pocos caballos para montar, muy mansitos. La Batería, África, Leontina, la Fabulosa… Un día trajo un espléndido caballo negro, que al principio fue muy difícil domar. Tuvieron que venir varios domadores, durante quince días. Finalmente, lo apaciguaron. Yo lo bauticé Caravansari, como el libro de poesía de Álvaro Mutis. ¡Qué belleza de caballo! Negro, negro, los ojos luminosos, la crin violenta, las ancas redondas y altas. Nos volvimos muy amigos. Nos queríamos. Yo sentía mucho orgullo de estar con él. Sí, ahora voy al galope en Caravansari por los potreros, bajo los altos eucaliptos, descendiendo una suave colina, atravesando el bosque de robles.

Un día se le dañó una herradura y hubo que llamar a un herrero. Vino un hombre impaciente y altivo. Turbó y molestó a Caravansari desde el minuto en que entró al establo. En un lance, el caballo se agitó mucho, corcoveó y se resbaló y cayó de espaldas. Se mató. Yo juré no volver a subirme a un caballo en mi vida. Y lo he cumplido.          

*Escritor

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