Entrevista

“En un solo muro se expresan las distintas fuerzas que se disputan la ciudad”

‘Los días de la ballena’, la ópera prima de la directora paisa Catalina Arroyave, es un delicado retrato de formación de dos jóvenes y su resistencia creativa desde el grafiti y el rap en medio de la violencia de Medellín. Hablamos con ella sobre la ciudad, los murales y la posibilidad de que el amor le haga frente a las políticas de la muerte.

Felipe Sánchez Villarreal*
29 de agosto de 2019
Laura Isabel Tobón es Cristina, una joven grafitera, en 'Los días de la ballena', la ópera prima de Catalina Arroyave.

En Los días de la ballena todo pasa por una pared. La amistad, la ciudad y sus violencias, el amor. Pasan las amenazas de un combo a un grupo de grafiteros (“Los sapos mueren por la boca”). Pasan las muestras de solidaridad entre los parceros, la pintura blanca como silencio o resistencia. Pasa una ballena multicolor como el sello de un acto de amor y desafío a la muerte. Y pasa, sobre todo, Medellín: su esplendor cromático, su lomas y jerarquías paralelas, sus contradicciones, su rudeza.

La ópera prima de la directora paisa Catalina Arroyave, como ella misma recuerda, parece completar una trilogía involuntaria de la juventud contemporánea, la calle y la resistencia creativa en medio de la violencia inaugurada por Los nadie, de Juan Sebastián Mesa, y amplificada por Matar a Jesús, de Laura Mora. En el contexto de las disputas por el control territorial de los barrios entre los combos en la ciudad, las directas amenazas contra la vida y las asfixiantes fronteras que bullen en el pavimento, la cinta pone la mirada sobre Cristina y Simón, dos jóvenes grafiteros que conviven con La Selva, un parche en una casa cultural donde se cuecen las asperezas de crecer y sobrevivir desde la contracultura en una Medellín que parece esforzarse constantemente por callarla.

Este delicado relato de formación teje las relaciones familiares y la posibilidad de un amor que salve de los ojos vigilantes del poder al margen de la ley con una ciudad vibrante, narrada desde el hip hop y los murales, detrás de la cual está el abismo o la salvación. Antes de su estreno en el país el próximo 5 de septiembre, hablamos con su directora sobre Medellín, el grafiti y la posibilidad de que el amor le haga frente a las políticas de la muerte.

En Medellín parece haber una herida que no cierra y que el cine sigue escarbando: la de la violencia, las luchas entre combos, la amenaza constante de la vida. ¿Algo de esa herida te llevó a hacer Los días de la ballena?

Así es, nuestra historia es como una herida que nunca cierra. Cada vez que yo intento entender por qué decidí hablar de nuevo de la violencia en una ciudad como Medellín me encuentro con que nosotros no hemos terminado de entender qué es lo que pasa con esa herida en nuestra ciudad. A pesar de que ya salimos de un periodo donde claramente las muertes escalaban a unas cifras escandalosas, con Pablo Escobar y lo que sucedió con el Cartel de Medellín, seguimos teniendo una ciudad en donde, sobre todo los jóvenes, se ven en situaciones como las que retrata la película o son víctimas de homicidio.

En Los días de la ballena decidí hablar específicamente sobre el control del territorio por parte de estructuras como los “combos”, como se les dice aquí. El cine me llevó a entender más profundamente cómo funcionaba ese tema del control territorial. Para entrar a los barrios uno tiene que hablar con las personas que le pueden ayudar a uno a lidiar con ese control. Yo empecé a trabajar como asistente de producción en distintas películas en donde nos encontrábamos con que había que pedirles permiso a los “duros” para poder rodar un plano, usar un negocio, poner la cámara en una esquina, cerrar una calle para poder grabar una escena.

En el 2014, cuando empecé a escribir el guion, yo tenía un malestar muy fuerte con esa situación de la ciudad y también con el tema del ascenso en las cifras de homicidios, las amenazas, las vacunas. De ahí nace la inquietud profunda que me lleva a escribir Los días de la ballena, que se mezcló con una nostalgia que yo tenía de una época de mi vida y de unas personas con las que crecí que me hacían sentir muy poderosa. En esa nostalgia y en ese malestar está el germen de Los días de la ballena.

Catalina Arroyave, directora de Los días de la ballena.

Un reportaje reciente de Cerosetenta justamente aborda esas dificultades para hacer cine en Medellín, que implica enfrentarse y negociar con esas estructuras de poder paralelo. En una película tan callejera y tan audaz, ¿cuáles fueron los mayores retos y riesgos?

En esta película no fue tan evidente, además porque ocupé un lugar muy diferente al que había tenido siempre. Mientras que en otros proyectos yo trabajaba en el departamento de producción, acá yo ya era la directora. Estaba un poco más protegida y más pendiente de otros temas, como el tema de los actores, de decisiones con el resto del equipo. En este caso no fue tan difícil porque teníamos una red de aliados en muchos barrios de la ciudad, muy respetados en sus comunidades, que permitieron proteger el rodaje. Eso blindó mucho la película de esa dinámica. Aunque, por ejemplo, tuvimos una polémica grande con una escena específica que se rodaba en un túnel que era una frontera de control entre dos “combos” y nuestra presencia ahí fue polémica, pero logramos solucionarlo. Medellín es una ciudad difícil de retratar, porque es muy amable y al mismo tiempo muy compleja. Creo que los mismos retos que tiene mostrarla, tratar de contarla, son los retos a los que uno se enfrenta cuando quiere hacer cine en ella.

Buena parte de cierto cine reciente sobre Medellín, como Los nadie, de Juan Sebastián Mesa, o Matar a Jesús, de Laura Mora, ha optado por retratar la ciudad desde la rebeldía y las tensiones de la juventud. ¿Hay algo particular de la mirada de los jóvenes que permite ver las dinámicas de la ciudad de una manera diferente?

Las tres películas son un síntoma de lo que en efecto está pasando en la ciudad. Con algunos periodistas con los que he hablado y alguna gente de la ciudad me han dicho lo mismo, que sienten que Los nadie, Matar a Jesús y Los días de la ballena hacen una especie de trilogía sobre la juventud en Medellín, cada una desde un punto de vista y un tono particular. Lo cierto que la juventud, la rebeldía y el arte son transversales a las tres, aunque Los días de la ballena se concentra en los artistas urbanos, y en cómo ha sido crucial la música, el grafiti y el baile —todos los elementos del movimiento hip hop— en cómo se está construyendo esa identidad de los jóvenes.

Yo creo que ese interés general tiene que ver con que el fenómeno de los jóvenes que resisten es muy poderoso en Medellín: si hay un grupo poblacional que es terco y que ha decidido hacerle frente a las realidades de la ciudad son los jóvenes. Pero eso se manifiesta de manera muy particular, porque hace poco teníamos una discusión sobre cómo, además de ser los que más resisten, ellos son las principales víctimas de reclutamiento por parte de estructuras criminales. Ese conflicto que está en el interior de los jóvenes, que deben decidir qué camino tomar en una ciudad que es provocativa para la actividad ilícita, es el mismo que se está retratando en el cine.

Yo trabajé como asistente de dirección en Los nadie y me acuerdo de una escena en la que eso está insinuado de forma sutil: cuando El Gato le dice a uno de los punkeros que hay un camello para él con el que puede hacerse bastante plata. Lo que está queriendo decir es que se meta a un combo. Esa tensión está presente en todas las películas, porque Sebas (Juan Sebastián Mesa), Laura (Mora) y yo somos jóvenes, estamos atravesados por el arte y tenemos amigos que han vivido ese conflicto. Creo que al vivir uno en esta ciudad atravesado por esas cosas empieza a sentir la necesidad de contarlas.

Mientras Los nadie explora esos conflictos desde el punk, Los días de la ballena se va por el lado de la cultura hip hop. ¿Por qué decidiste apostarle a una historia desde el grafiti y el rap para narrar la violencia en Medellín?

Yo lo que siento es que la mirada del punk, en particular la mirada de Los nadie, es la de unos jóvenes que están hastiados, que tienen una sensación casi de desesperanza total frente a la ciudad y por eso se quieren ir. Por eso también la película es en blanco y negro y por eso hay un espíritu que se refleja de que ya los personajes no quieren y no pueden más. En cambio, la mirada que inspiró Los días de la ballena es muy distinta, hay algo de esperanza. Nuestras ciudades están llenas de eso, sino que la violencia es muy ruidosa. Llegué al universo específico del grafiti y el muralismo porque tengo un muy buen amigo que es muralista desde hace casi 11 años y ha crecido a la par conmigo, me ha llevado a pintar y me ha contado sus historias. Investigar sobre el tema de los muros, que eran en realidad mi gran interés -la forma como los jóvenes intervienen en el espacio público y se hacen una voz en el espacio público-, me llevó al rap. Sabemos que el grafiti está emparentado y es uno de los pilares del hip hop. Hablar de grafiti y no hablar de rap es absurdo o hablar de grafiti y no hablar de salsa es imposible o hablar de grafiti y no hablar de reguetón también lo es.

De esa manera, el universo musical de la película se fue construyendo alrededor de los personajes y de la investigación sobre cómo se articulan estas casas culturales, algo que está muy vivo hoy. A mí las fuerzas universales me fueron trayendo uno tras otro a los personajes, las canciones de la banda sonora, los lugares donde teníamos que estar y a los artistas que tenían que participar. La película fue un imán que atrajo a los que están representados ahí.

En la película la pared se construye como un espacio de disputa: puede contener una amenaza, un grito de resistencia o albergar un acto de amor. Háblame de la pared como recurso para representar las tensiones territoriales de Medellín.

Eso era exactamente lo que yo quería: mostrar cómo en un solo espacio, en un solo punto, se expresan distintas fuerzas que hay en la ciudad, cómo un solo grafiti puede ocasionar una disputa. Eso también nace mucho de la comprensión del mundo del grafiti. Hice entrevistas con muchísimos grafiteros y cuando estaba escribiendo el guion empecé a entender que cada muro podía representar una disputa. También entendí que lo que está en las paredes es un discurso de lo que sucede en las profundidades de la ciudad y que ese pequeño gesto que está ahí lo que está representando es el malestar o la resistencia frente a ese malestar.

La pared, ya en términos cinematográficos, me parecía muy interesante porque además tenía un presupuesto muy pequeño para hacer la película y me parecía que era interesante utilizar un recurso, de alguna forma minimalista, para mostrar cómo en un solo componente, donde se superponen las capas, lo que se están superponiendo son discursos, formas de entender la vida. Eso me parecía muy potente: que en una sola pared lo que podíamos hacer era generar una discusión, pero una discusión que se volvía pintura, que se volvía gesto visual.

Laura Isabel Tobón es Cristina y David Escallón es Simón en Los días de la ballena.

En esa línea, siento que la película dignifica la figura del grafitero frente a los discursos de odio e intolerancia conservadores que ven una pared rayada como un acto vándalico.

Totalmente. Nosotros hemos tenido historias terribles en el país, como la del grafitero asesinado por una persona de la fuerza pública en Bogotá, como los grafiteros que el año pasado en Medellín fueron atropellados por un metro. Para mí eso fue sorprendente, porque al tener cerca a personas que hacen parte de este universo siempre entendía los riesgos a los que se estaban exponiendo por dejar una marca en el espacio. En el universo del grafiti no solo está el riesgo de lo legal, porque son perseguidos por los códigos de policía, sino que también está el riesgo de verse enfrentados a quienes realmente controlan la calle. Y no solo eso: dentro del mismo mundo del grafiti hay disputas: ¿Quiénes son las personas que más han rayado? ¿Qué trayectoria tienen? Si vos tapás a una de esas personas entonces te ganás un problema. Es un universo muy complejo.

A mí me sorprende siempre la posición de quienes dicen que “eso es mugre”. Al estar tan cerca de estas personas he dimensionado la importancia de esas paredes: la noche, meterse en espacios como los puentes, estar en contacto con todo lo que sucede en la calle, hace que los grafiteros sean personas que están jugándosela mucho para poder poner eso ahí. Yo leo sus actos como una forma de hacer un grito, de poner un grito en la mitad de la calle.

Además, el grafiti también ha sido muy potente como una herramienta de resistencia, entonces creo que esa dignificación viene de esa cercanía y del respeto que a mí me producen los grafiteros y su arte. También de entender que se ve como una cosa sencilla, pero no tiene nada de sencillo: el arte urbano es muy demandante. Es demandante físicamente, socialmente, por la exposición. Las mujeres grafiteras, que salen en la noche y ponen su tag, están corriendo unos riesgos y están asumiendo hacerlo por poner el rostro de la mujer en la calle. Entender todo eso hace necesariamente que la película dignifique su lugar.

¿Sientes que de la práctica artística del grafiti aprendiste algo para hacer la película misma?

Muchísimo. Sobre todo porque esta es mi primera película y uno siempre tiene mucho susto, muchas dudas, mucho miedo. Hacer una película es un proceso largo, muy costoso, que implica a muchas personas. Creo que ese ímpetu, sobre todo de las grafiteras, de alzar su voz de alguna forma en la calle, a mí me resultaba muy potente y me vigorizaba. Pensaba que hacer una película se parece a eso: es alzar la voz un poquito y contar algo que a uno le parece relevante a pesar de que muchas personas pasen por ahí y digan “Esto es basura o suciedad”. Pero para uno es un gesto en el que está poniendo la vida. Hubo sobre todo una relación de coraje, de aprender del coraje que se requiere tanto para hacer un grafiti como para hacer una película.

Kaztro, de Alcolirykoz, actúa en Los días de la ballena

Por otro lado, la película es sobre todo un relato de amor: un amor tierno y genuino que reta a la muerte (o salva de esa muerte). ¿Tú sientes que, como Cristina y Simón, desde el afecto y el amor se le puede hacer frente a esas estructuras de violencia y de muerte que parecen no abandonar Medellín?

Sí, de hecho creo que es la única forma. No solamente desde el amor de pareja, sino que también hay un tema para mí un tema muy fuerte del amor entre los parceros, del amor de las familias. Es algo que intento poner en la película: ese amor que crea escudos. No es un amor romántico en el sentido tradicional de “chico conoce chica” y la lleva a cenar, para nada. Pero sí es una historia de amor. Al principio tenía mucho miedo de cómo iba a ser recibido eso porque también en el proceso uno se encuentra con voces a las que les parece que eso es una tontería. Pero lo que me he encontrado es que todos hemos tenido historias de amor que nos han salvado de algo. Ese fue el riesgo que yo corrí: poner una historia de amor a hacerle frente a Medellín.

Cuéntame sobre el trabajo con los actores. Entre otros, hay caras potentes de la movida del rap de Medellín, como Kaztro, de Alcolirykoz.

Mi interés en el cine siempre ha estado muy inclinado hacia la dirección de actores. Yo tenía claro que quería trabajar con actores naturales, pero en el proceso me di cuenta de que no era tan fácil encontrar a un par de grafiteros que fueran lo que yo me imaginaba, entonces terminé haciendo una mezcla muy particular. Todos los actores que están en la película -menos Christian Tappan, que es un actor reconocido- son chicos están actuando por primera vez, aunque como en el caso de Cristina y Simón, que son Laura Isabel Tobón y David Escallón, no se están interpretando a sí mismos. En realidad hubo un proceso, una construcción larga de casi cuatro meses, en el que fuimos encontrando con ellos los personajes. Ellos fueron entendiendo y creo que ellos dos son excepcionales y fueron personas muy importantes para lograr hacer la película. Los demás son actores naturales; Kaztro, de Alcolirykoz, nunca había actuado de este modo. Él tiene mucha fuerza en el escenario y es muy tremendo, pero enfrentarse a la cámara es otra cosa. Con ellos también hicimos un proceso de preparación largo, hicimos ejercicios de muchos tipos. Y con Tappan, que desafortunadamente estaba grabando antes una serie, el proceso fue muy diferente. A él le tocó llegar en paracaídas a una red de relaciones que ya estaba muy fuerte y yo fui muy exigente con él. Él me decía: “Esto es muy teso porque yo llevo muchos años siendo un narco y vos de repente me estás pidiendo que sea un papá vulnerable”. Y en realidad sí, era un personaje que no era fácil. Entonces con él tuvimos que hacer un trabajo exprés. Pero en general el trabajo con los actores fue el proceso que más disfruté.

Por último, ¿por qué la ballena? Es uno de los insertos más misteriosos de toda la película.

Siempre quise que la película tuviera un componente poético que no dependiera de la narración sino del espectador. La ballena es una metáfora que para mí tiene un sentido de lo que se va muriendo en uno a medida que uno se va chocando contra el mundo y que luego uno, de alguna forma, logra revivir a través de la creación. También tenía un sentido muy importante en la calle, sobre todo porque los paisas tenemos un problema de negación muy fuerte y así hubiera una ballena en la mitad de la Oriental los carros pasarían de largo.

La ballena para mí tenía unos significados encriptados, pero ha sido muy bello escuchar a los espectadores y entender cómo cada uno la interpreta. Creo que también eso era importante en la película: todo el resto es bastante clásico, está puesto ahí de una forma para que sea legible no solo para un público cinéfilo, sino que fuera legible para mi familia, para un público no entrenado. Ese elemento de la ballena era una posibilidad: una posibilidad de interpretación por parte del espectador. Y, bueno: hicimos una ballena en el río Medellín.

*Editor digital de ARCADIA