
Opinión
Añoranza de Guillermo Cano
Hoy hay miles de influencers y muchas otras voces estridentes, pero no hay verdaderos patriotas como lo fue don Guillermo Cano. Estamos todos a la deriva. No creemos en nadie.
Estamos viviendo en Colombia un prolongado periodo de desgobierno y de desconcierto. Este momento debería ser propicio para que surgiera un gran estadista que recogiera la desesperanza y nos llevara a un futuro optimista. Pero no tenemos estadistas, ni grandes ni medianos. Hay muchas diminutas estrellas en el firmamento político. Lo mismo sucede en los medios de comunicación. No hay un gran director de periódico que sepa reflejar la insatisfacción general y, sin propósitos banderizos, nos dé aliento.
Ese fue el oficio que ejerció en Colombia el egregio director de El Espectador, don Guillermo Cano, de cuyo nacimiento se cumplen en agosto 100 años. Don Guillermo Cano fue el vocero de la conciencia ciudadana. Fue el faro de la nación. Hoy hay miles de influencers y muchas otras voces estridentes, pero no hay verdaderos patriotas como lo fue don Guillermo Cano. Estamos todos a la deriva. No creemos en nadie. Debemos buscar en nuestro interior la guía, porque no hay nadie que nos interprete y nos ayude a despojarnos del desaliento que nos embarga.
Durante 100 años ese patriotismo sin partido lo ejercieron cuatro miembros de la familia Cano: don Fidel Cano, don Luis Cano, don Gabriel Cano y don Guillermo Cano. Cuatro directores de El Espectador en 100 años, de 1887 a 1986, todos marcados por la buena fe. Publicó don Fidel Cano esta frase en la primera edición de El Espectador cuando se fundó en Medellín: “No damos a las buenas y a las malas acciones unos mismos nombres”. Ese derrotero moral distinguió a esa institución nacional llamada El Espectador, que excede la caracterización de diario o periódico.
El Tiempo de los Santos fue mucho más próspero económicamente y también fue oficialista y gobiernista. Siempre defendió a los presidentes y a los gobiernos. El Tiempo ponía ministros y quitaba ministros. El Espectador fue independiente; siempre, históricamente, puso el dedo en la llaga, sin ser de izquierda ni de derecha. Nos hace mucha falta don Guillermo Cano, nos hace mucha falta poder tener un santo de nuestra devoción a quien encomendarnos, un santo civil. Nos hace mucha falta una figura enhiesta e impoluta. En medio de la podredumbre y de la putrefacción, en medio de la hediondez y de la inmoralidad en que nos obligan a vivir los partidos políticos, los gobernadores y los alcaldes, los ministros y los parlamentarios, añoramos a don Guillermo Cano, la linterna límpida de la nación, nuestro dechado de buena fe.
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El expresidente Alberto Lleras Camargo decía: “Los Cano, una raza especial de seres humanos dotados de una insigne fortaleza moral y, sin embargo, utilizada con una sobria humildad en la defensa de los principios. Todos los días los colombianos en este siglo último han visto expuesto su criterio claro, recio y bien escrito, para que no haya dudas sobre lo que piensan los Cano y cuál es el territorio moral y político que pisan y defienden”. De nadie se pueden predicar hoy esas virtudes en Colombia.
En un homenaje en Medellín en 1982, don Guillermo Cano afirmó: “Nosotros, los Canos Vivos, como ya lo hicieron los Canos Muertos, solo podemos prestar el servicio civil, que consideramos obligatorio, de divulgar, explicar, comentar, sin lisonjas para los poderosos y sin debilidades ante su soberbia, con honradez e independencia, cuanto hagan o dejen de hacer quienes tienen la actual y futura responsabilidad de dirigir a Colombia”.
También en 1982 Guillermo Cano escribió en su ‘Libreta de apuntes’: “Las pequeñas plantaciones de la deshonestidad fructificaron en el terreno abonado de la indiferencia nacional, la de la opinión pública adormecida, y la de una autoridad complaciente cuando no cómplice. Y lo que en un principio eran aislados sembradíos de inmoralidad tolerada fueron arrojando nuevas y más refinadas semillas de deshonestidad. Y cuando algún celoso y responsable jardinero quiso cortar con la hoz de la justicia un tallo vigoroso en pleno crecimiento de la mala yerba de la deshonestidad, fue abrupta e injustamente relevado de su alta condición de vigilante insospechable del jardín moral de Colombia. De entonces a nuestros días hizo camino la corruptora realidad de que sembrar deshonestidad era negocio altamente reproductivo y que trabajar en la siembra de honradez era un desastre nacional. Fue entonces cuando se empezaron a llenar los cargos públicos con los más deshonestos a cambio de los más honestos, y de los más vivos y no los más capaces, a tal extremo que, como lo estamos viendo hoy, donde se pone el dedo supura la herida, para males de nuestra Colombia amada”.