CINE

'Dogman', o los límites entretenidos del cine cruel

Esta película italiana ofrece un retrato desesperanzador de un pueblo al sur de Italia donde coexisten un cuidador de perros y un matón adicto a las drogas.

Manuel Kalmanovitz G.
28 de septiembre de 2019
Marcello Fonte, flaco y desgarbado, y Edoardo Pesce, sólido y rectangular, protagonizan esta cinta de escenarios inhóspitos y crueldad en el sur de Italia.

País: Italia

Director: Matteo Garrone

Guion: Ugo Chiti, Matteo Garrone, Massimo Gaudioso

Actores: Marcello Fonte y Edoardo Pesce

Duración: 103 min

Calificación: 2½ estrellas

Viendo esta película y pensando en cómo describir la conducta de uno de sus personajes principales, volví al asunto espinoso de cómo hablar del impulso destructivo del ser humano. Antes, a esto se le llamaba animalidad o bestialidad, pero hoy sabemos que cosas así, este apetito terco y continuo por la destrucción, es ajeno a animales y bestias. Entonces, queda uno paralizado mentalmente, intentando encontrar términos para un asunto como este, familiar e imperfectamente nombrado.

Además de cómo conceptualizarlas, las preguntas que despierta este Dogman tienen que ver con el efecto que tiene sobre nosotros el espectáculo de esta pulsión destructiva, sobre si es posible representar estos arranques sin también proponer, retorcidamente, que el público los saboree y, hasta cierto punto, los admire.

El director Matteo Garrone ya había retratado descarnadamente las dinámicas de poder entre hombres en el sur de Italia (Gomorra, 2008) y acá se concentra en lo que sucede entre Marcello (Marcello Fonte) y Simoncino (Edoardo Pesce), el primero dueño de un negocio decadente para cuidar y lavar perros, y el otro, un criminal y matón. Ellos entablan una amistad cuya denominación también debería revisarse.

Los escenarios son inhóspitos, la luz es ‘azulosa’ y la Italia del sur en la que sucede todo no tiene nada de lindo, romántico o turístico: es un escenario medio ruinoso, a la orilla de un mar plano, en donde los edificios rectangulares de concreto y vidrio, apaleados por el tiempo, hacen pensar en las promesas incumplidas de la arquitectura modernista.

El asunto acá es la brutalidad de la relación entre los dos, que ilustra aquello del poder del más fuerte y de la posible sobrevivencia de los débiles. La película muestra esto con ráfagas de sangre, sudor y saliva capturadas en primeros planos.

Esto funciona hasta cierto punto gracias al casting de los dos personajes principales: con su flacura, ojos saltones, dientes protuberantes y posición encorvada, Fonte transmite la sensación de alguien desarmado, que ha encontrado en la simpatía un arma para sobrevivir, mientras que Pesce tiene algo de sólido y rectangular, como si fuera el cruce letal entre un hombre y un muro de ladrillo.

En la flacura (menudez) del lavador de perros, la película encuentra un motivo recurrente, con imágenes en las que lo contrastan con la planicie del mar, con un gran danés especialmente grande o con su compañero de reparto.

Es un choque efectivo visualmente, pero que no va más allá, algo que también podría decirse de la película en general. Como tantos ejemplos del cine de la crueldad, queda uno pensando en el sentido de estos retratos de violencia tan atentos a la fortaleza de los destructores y a las posibilidades de la venganza mientras se niegan a buscar resonancias más amplias –de cualquier clase: sociales, históricas o psicológicas– de lo que retratan. El resultado final acá, como en buena parte del género, es mucho más escandaloso que iluminador.

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